Epitafio de la DC
CUANDO SE escriba la historia de la Democracia Cristiana (DC) resultará extremadamente difícil separar sus vicisitudes de las de Italia en general. Medio siglo de práctica simbiosis entre el Estado y el partido político católico italiano complica el análisis. Pero, al tiempo, esa simbiosis encierra en sí misma la explicación del descalabro y pone en su justa perspectiva el proceso de transformación política iniciado hace dos años con la Operación Manos Limpias y concluido esta semana con la disolución del partido, apenas dos meses antes de unas elecciones que todo el mundo entiende como acto fundacional de la II República Italiana.La Democracia Cristiana lo ha sido todo en la Italia de la posguerra. Fue, en primer lugar, el único antídoto conocido en plena guerra fría para impedir el acceso de los comunistas al poder. Y, al tiempo, siendo un partido prácticamente confesional, abarcó un amplio segmento del espectro político, desde un cierto progresismo social cristiano hasta el conservadurismo más clásico, de acuerdo con el propio abanico confesional de la Iglesia católica.
Como omnipresente plataforma de poder, la DC ha hecho todo lo bueno y todo lo malo que cabe esperar de un régimen político. Es cierto que dio lugar a todas las corrupciones, a las más salvajes luchas internas (de las que el asesinato de Aldo Moro es un macabro exponente) y hasta a los contactos operativos con el crimen organizado, léase Mafia. Pero al mismo tiempo es el partido que jamás dudó de su vocación democrática, que acabó con el terrorismo urbano de las Brigadas Rojas y que presidió sobre la prosperidad italiana de la posguerra, Pocos partidos pueden hacer gala de tener un líder canonizable, Alcide de Gasperi, y otro, Giulio Andreotti, al que se fotografía besando a uno de los principales jefes mafiosos.
La disolución de la Democracia Cristiana italiana obedece a varias razones, de sobra conocidas: abuso de poder, corrupción generalizada, desafección de los votantes, aparición de nuevas opciones políticas más coherentes y, como corolario de todo ello, la destrucción de un mundo en el que la DC alcanzaba su sentido pleno: el de la guerra fría. Lo que ocurre ahora, como consecuencia de todo lo anterior, es que se produce una desbandada de afiliados que o se integran en las nuevas formaciones que han venido a sustituir a la DC o fundan partidos con menos fuerza que el original, pero con los que va a resultar imposible no contar a la hora de rehacer el panorama político tras las elecciones fundacionales del próximo 27 de marzo. De una forma u otra, se diría que la DC conseguirá perpetuarse en varias facciones, seguramente irreconciliables entre sí.
Como ha explicado el columnista italiano Mino Fuccillo, siempre hubo cuatro DC diferentes: una, a la derecha, tan confesional como cercana a las posiciones de la extrema derecha y que ahora escoge el nombre de Centro Cristiano Democrático. Otra, a la izquierda, democristiana de nombre, intención y cultura, pero no de acción. Una tercera, con el corazón en el poder, aprovechada y populista, de la que están saliendo muchos políticos deseosos de integrarse en otros partidos como única forma de conseguir unos escaños que les eviten comparecer ante los jueces a causa de la inmunidad parlamentaria. Y finalmente una última que se piensa centrista y se refunda como Partido Popular (PPI).
El PPI de Mino Martinazzoli, el más sólido y coherente, es el que sin duda tendrá peso propio tras las próximas elecciones: el partido bisagra que todos corte an desde ahora. Desde la derecha, el "Forza Italia" de Berlusconi y las ligas lombardas de Umberto Bossi. Desde la izquierda, el ex comunista PDS de Achille Occhetto. Y Mario Segni, el democristiano rebelde, que el centro-derecha ya presenta como el próximo primer ministro. ¿Por quién se dejará seducir el votante tradicional del partido? La DC ha muerto; viva una DC más pequeña, coherente y sensata.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.