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México en llamas

Mario Vargas Llosa

Aunque la rebelión en Chiapas del autoproclamado Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) ha sido ya en gran parte aplastada, por operaciones represivas que, por lo visto, incluyeron ejecuciones de prisioneros, bombardeos a mansalva contra poblaciones inermes y demás ferocidades habituales en los regímenes de América Latina que se enfrentan a una subversión, es probable que las acciones rebeldes continúen, aunque sin la espectacularidad del primer día del año, cuando, en una impecable representación de 'propaganda armada', los zapatistas capturaron seis poblados chiapanecos ante las cámaras de la televisión.Para saber lo que le espera ahora a México no hay que esforzar la fantasía. Basta recordar el recientísimo pasado de El Salvador, antes de que el Frente Farabundo Martí y el Gobierno de Cristiani hicieran las paces, o pasear la vista por la realidad actual de Guatemala, Colombia y el Perú, donde movimientos subversivos que no tienen la menor posibilidad de capturar el poder se las arreglan, sin embargo, para crear inseguridad y jaquear a los gobiernos, poniendo coches bomba, emboscando patrullas militares, con asesinatos selectivos, secuestros, cupos revolucionarios, asaltos a bancos y otras provocaciones que desencadenan, por parte de las fuerzas del orden, atroces represalias de las que son víctimas, en la inmensa mayoría de los casos, gentes humildes e inocentes. ¿Esas cosas no ocurrían en México, país al que casi siete décadas de dominio incontestado del PRI (Partido Revolucionario Institucional), habían convertido en un modelo de orden y estabilidad? Pues bien, ahora ocurren.

Yo estaba por esos mismos días del alzamiento en Chiapas recorriendo las ruinas mayas del Estado vecino de Yucatán, y los acontecimientos me sorprendieron en Mérida, la capital yucateca. Allí vi, por televisión, al joven y desenvuelto Comandante Marcos, detrás de su pasamontañas y acariciando su FAL, anunciar los objetivos de la rebelión: acabar con el capitalismo y la burguesía y establecer el socialismo en México, para traer justicia y pan a los indios empobrecidos por el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (que, precisamente, empezó a funcionar el primero de enero). El distraído guerrillero no parecía saber por qué cayó el muro de Berlín ni haberse percatado de que el golfo de México y el mar Caribe hierven de balsas de fortuna en que desesperados cubanos, hartos del escorbuto y las dietas de raíces y flores que les trajo el socialismo, están dispuestos a que se los coman los tiburones con tal de llegar al infierno capitalista, incluso en versión mexicana.

Por eso, y pese a ser un crítico severo del sistema antidemocrático que impera en México (por haberlo llamado "la dictadura perfecta" muchos paniaguados del régimen priísta me llenaron de improperios), creo que la insurrección zapatista de Chiapas debe ser condenada sin eufemismos, como un movimiento reaccionario y anacrónico, de índole todavía más autoritaria y obsoleta que la que representa el propio PRI, un salto atrás ideológico que, en la utópica hipótesis de que conquistara el poder, no disminuiría la corrupción ni aumentaría en un ápice la limitada libertad de que goza el pueblo mexicano, más bien la trocaría en un verticalismo totalitario asfixiante, y, además de dictadura política, infligiría a México en el campo social y económico lo que -sin una sola excepción- han traído siempre a los pueblos el estatalismo y el colectivismo: un desplome de su aparato productivo y una pobreza generalizada.

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Quienes celebran la asonada zapatista de Chiapas porque piensan que ella puede debilitar las estructuras de poder en que se asienta el dominio hegemónico del PRI sobre la vida política del país y acelerar la indispensable democratización, lamentablemente, se equivocan. Lo más probable es que ocurra lo contrario; que, al sentirse amenazado de esa manera frontal por su izquierda, el régimen se endurezca y que todas las tendencias que lo componen se unifiquen en un reflejo de supervivencia, a la vez que en su seno pierdan posiciones quienes representan la alternativa liberal y modernizadora de Salinas de Gortari y Colossio (a quienes los zapatistas, con una ceguera ideológica total, parecen considerar los únicos responsables de la miseria de los campesinos) y las recuperen los populistas y nacionalistas de triste memoria, cuyo discurso, por lo menos, no está muy lejos del del Comandante Marcos. ¿Qué progreso puede significar para México volver a los tiempos de la irresponsable demagogia tercermundista de un Echevarría o a los desmanes económicos de un López Portillo?

La rebelión armada sólo se justifica en dictaduras totalmente impermeables a la contestación y a la crítica, en las que no hay resquicio alguno para una acción pacífica en favor de¡ cambio, es decir, en satrapías despóticas como la del general Cedrars en Haití o la de Castro en Cuba. Ése no es el caso de México, donde, pese a sus sutiles y múltiples tentáculos de control de la sociedad y a sus fraudes electorales, el PRI no ha podido impedir a la oposición de izquierda representada por el cardenismo, o a la de derecha, del PAN (Partido de Acción Nacional), ganar espacios importantes en la estructura del Estado y reclutar en sus filas a considerables sectores de opinión pública. Es verdad que este proceso democratizador es muy lento, lo que, explicablemente, exaspera a los impacientes, pero la acción de los insurrectos de Chiapas y las bombas y apagones en las ciudades que son su secuela, en vez de acelerarlo pueden acabar con él y, si se incrementan, todavía algo peor: retroceder a México a la condición de esas dictaduras militares cuyo salvajismo y abusos a los derechos humanos los gobiernos mexicanos suelen tradicionalmente denunciar ante el mundo.

Hace falta tener muy poca visión de la realidad contemporánea para no advertir que la apertura de México a los mercados mundiales, la privatización de sus empresas públicas y la firma del Tratado de Libre Comercio es algo que socava los cimientos mismos sobre los que se asienta la "dictadura perfecta" del PRI. Sin duda no ha sido ésta la intención de los gobiernos de La Madrid y de Salinas al impulsar políticas económicas liberales; pero ésta es la inevitable consecuencia. El sistema priísta no puede sobrevivir a una transferencia del sector público a la sociedad civil que prive al poder político de los -recursos económicos -las empresas del Estado- para sobornar y corromper a sus clientelas, ni a un poder judicial independiente, requisito básico para una economía de mercado internacionalizada que, además de sanear la vida económica, irá homologando la legislación y la acción jurídica de México con las de Estados Unidos y Canadá.

Este proceso no se verá interrumpido por la rebelión zapatista, pero no hay duda que ésta, aun si es efímera, le ha asestado un serio revés. Ha empañado la imagen internacional de México, afectando con ello la confianza que en los medios financieros del mundo habla despertado la política modernizadora de los últimos años, lo cual, sin duda, restringirá la inversión extranjera y dará nuevas armas a los grupos de interés en Estados Unidos que combaten el Tratado de Libre Comercio con los argumentos nacionalistas y racistas de un Perot: México es un país primitivo y bárbaro que no está preparado para establecer una mancomunidad económica con países del primer mundo. Veo con sorpresa que esta perspectiva, en vez de alarmar, parece satisfacer a algunos intelectuales mexicanos adver-

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sarios del régimen, como si de ello pudieran derivarse beneficios políticos o económicos para los pobres de México.

¿Cuáles? ¿De qué modo? Que la política de apertura al comercio internacional y las privatizaciones impulsadas por Salinas de Gortari pudieran haber sido hechas de manera más eficiente y más pura, no lo pongo en duda. Que esas privatizaciones hubieran debido servir no sólo para acarrear recursos al erario nacional, sino, sobre todo, para difundir la propiedad y el accionariado entre los trabajadores, empleados y sectores sociales de menores ingresos, por supuesto: ésta es una crítica válida para casi todas las privatizaciones que se han hecho en América Latina (con excepción de algunas pocas, en Chile, como la de la seguridad social). Pero ¿había acaso una alternativa sensata a esta política? ¿O hubiera sido preferible mantener el status quo? ¿O continuar con las nacionalizaciones de bancos que perpetró López Portillo provocando las cataclísmicas consecuencias que sabemos?

Nada de esto significa desconocer que los beneficios de la modernización no han alcanzado a la base de la pirámide social mexicana y que hay sectores, como es el caso sin duda de los campesinos y comunidades indígenas de Chiapas, a los que, más bien, ha podido perjudicar. Esas críticas deben ser bienvenidas, pero, para ser, además, útiles, deben ir acompañadas de propuestas que favorezcan efectivamente a los indios y familias rurales, es decir, que les den cuanto antes los instrumentos materiales y pedagógicos indispensables para alcanzar su desarrollo, permitiéndoles participar de la modernidad a la que han accedido ya, gracias a las reformas económicas de los últimos años, vastos sectores de la sociedad mexicana (lo he visto en los pueblos mayas del Estado de Yucatán, en los que, aunque hay aún grandes bolsones de pobreza, no se ve nada comparable a la miseria rural guatemalteca o nicaragüense). La insurrección zapatista no va en esta dirección, sino en la opuesta, en la del alacrán que exorciza el fuego clavándose en el esternón la pinza envenenada: combatir las intolerables, abismales desigualdades entre ricos y pobres igualando en la miseria a todos los mexicanos.

Una última consideración. Quizás la única positiva consecuencia de la rebelión armada de Chiapas sea que ella ha puesto en evidencia una de las más persistentes supercherías del sistema mexicano: una política exterior 'progresista' destinada a inmunizar a México contra las agresiones y operaciones subversivas de la izquierda internacional y a practicar la represión en casa sin ser vilipendiada por los organismos de derechos humanos que aquélla manipula. Dando cobijo, ayuda y promoción a todos los grupos y grupúsculos revolucionarios del continente, incluidos los más extremistas, y manteniendo una 'solidaridad' activa con los regímenes revolucionarios como la Nicaragua de los sandinistas y la Cuba castrista, el régimen priísta creía haber comprado una suerte de patente de corso que lo exoneraría de toda aventura insurreccionar en su territorio y que le permitiría seguir aplastando en él a su gusto cualquier disidencia que fuera más allá de lo que las propias reglas del sistema toleran. Desde el primero de enero, esa farsa se acabó. Ojalá que la presencia de esos revolucionarios centroamericanos desocupados que ambulan ahora en las montañas de Chiapas confundidos con los indios arrancados de sus hogares por la reciente violencia, y las campañas de solidaridad con la "revolución zapatista" que comienzan a brotar en distintos lugares del mundo, abran los ojos de los gobiernos mexicanos sobre la conveniencia de una política internacional basada en la seriedad y la coherencia en vez del ilusionismo y la picardía.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1994. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1994.

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