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La dialéctica entre unidad y diversidad

Para debatir sobre unas palabras y, más a fondo, acerca de las ideas que aquéllas transmiten y a veces ocultan es mejor prescindir de quién las haya pronunciado y quién haya contestado con otras. Escuchemos las palabras y no las voces. Creo entender que la clave de una importante discusión presente es ésta: si la diversidad debe enriquecernos y no separarnos, y si esta diversidad debe condicionar el cómo, pero no el qué de nuestra unidad. Olvidémonos de momento de quién y cuándo ha dicho tal cosa. Pero sólo de momento, durante unos párrafos, porque luego volveremos al contexto del discurso y de la réplica. Asumo las frases en cuestión y trato de explicar lo que significan referidas, claro es, a la constitución material de España, a su estructura política territorial.No conozco ningún Estado europeo de los que primero bajo la fórmula de las monarquías abserlutas y después como Estados liberales de derecho protagonizan el mapa político en el que también España es actor, a veces principal y otras secundario, que haya tenido una constitución histórica monolítica en cuanto a su estructura territorial. Tal vez Francia, aunque menos de lo que suele decirse. En mayor o menor grado, con Constitución escrita o sin ella (caso del Reino Unido), en un momento preliberal (Francia, España) o coincidiendo con la asunción del liberalismo político (Alemania, Italia), todos los Estados han buscado y encontrado fórmulas estables, no eternas, pero duraderas, para solucionar el gran problema del todo y las partes, de la unidad desde la diversidad. No conviene deslizarse por la pendiente de la historia constitucional comparada; con esta somera evocación sólo pretendo hacer constar que tampoco en esto somos únicos, aunque sí diferentes, porque siendo el problema común, pero no idéntico, diferente o peculiar ha de ser en cada caso la solución constitucional.

La unidad de la Monarquía y la diversidad de los reinos fue durante siglos la fórmula de la estructura territorial de la Monarquía española, empleando la expresión "reinos" en sentido amplio para abarcar a territorios que técnicamente no recibían tal denominación, como el Principado de Cataluña, o las provincias de Álava y Guipúzcoa o el Señorío de Vizcaya. Entonces cada reino, en el sentído antedicho, contaba con una organización propia, más diversificada entre los componentes de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca), más unitaria en la Corona de Castilla, donde sólo Navarra y cada una de las provincias vascongadas contaba con personalidad jurídico-política diferenciada. La paradoja es que mientras los territorios de la Corona de Aragón perdieron su autonomía (permítaseme el anacronismo terminológico) con el primer rey Borbón (1711 -1716), Navarra y las provincias vascongadas, fieles como toda Castilla a Felipe V, no sólo la mantuvieron, sino que incluso la fortalecieron durante el siglo XVIII. La diversidad, pues, viene de lejos, sin que en aquella lejanía, o en otras más remotas, pusiera en cuestión la unidad.

Las guerras carlistas no fueron guerras de independencia o separatismo o secesión, pero sí pusieron en cuestión el cómo de la unidad constitucional por lo que hacía referencia a Navarra y a las provincias vascongadas. Al final de la primera guerra carlista (1839) y de la última (1876) se busca justamente eso: una fórmula que consista, por una parte, dentro del horizonte ideológico del momento, en confirmar los fueros, y, por otra, en que ello se haga "sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía". La fórmula se encuentra para Navarra con la bien o mal llamada ley paccionada del 16 de agosto de 1841, no para las provincias vascongadas o, como comienza a denominarse desde los últimos decenios del XIX, para el País Vasco, cuyo entonces incipiente nacionalismo protagonizado por el PNV consideraba inadmisible la situación de uniformidad constitucional, pese a las importantes y favorables, pero parciales e insuficientes, peculiaridades tributarias o administrativas de aquellas tres provincias.

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La fórmula constitucional que diera solución, no sólo a las aspiraciones nacionalistas de Cataluña y el País Vasco, sino a la conciencia diferencial de otros territorios también diversos históricamente, había de ser general. Esa nueva fórmula se ensaya con la Constitución republicana de 1931 y se mejora, en cuanto que se generaliza y se gradúa, en la Constitución de 1978. Era necesario reconocer constitucionalmente el momento de la diversidad y el momento de la unidad como tesis y antitesis reales para integrarlas en una síntesis constitucional estable. La solución constitucional tenía que ser general, porque la diversidad no afecta sólo a vascos y catalanes, y gradual o diferenciada, porque la conciencia de esa diversidad no es igual en todas las partes del todo estatal, ya que, lo estamos viendo, en algunas comunidades parece cuestionarse su cómoda inserción en el Estado, en otras, las más, no, lo que implica una cualitativa diferencia política a la que se trata de dar respuesta por vía estatutaria. La diversidad procede de la historia, explica hechos diferenciales tan viejos como las lenguas y debe ser reconocida como realidad enriquecedora y no como rémora o carga lamentable a la que hay que acostumbrarse o con la que resignadamente tenemos que convivir.

La diversidad es constitutiva y enriquecedora, sí, positiva, sí: con tal de que todos queramos seguir formando una unidad, una sociedad política unitaria. El problema, pues, no es la valoración de la diversidad, sino la aceptación o el rechazo de la síntesis, de la fórmula constitucional unitaria, válida para todos los que, conscientes y defensores de una pluralidad constitucionalmente reconocida y amparada y estatutariamente organizada, quieran seguir formando parte de esa unidad política superior que es España o el Estado español.

¿Está esa unidad apoyada en bayonetas napoleónicas o en la pura fuerza militar? Si así fuera, serían explicables ciertas reticencias o incluso aspiraciones de independencia y ruptura con la unidad. Si no fuera así, la insinuación sería irresponsable y gravemente perturbadora.

La autodeterminación de los pueblos puede manifestarse de múltiples formas acordes con la situación política en la que se encuentren. En un Estado democrático, la mejor, casi cotidiana, más libre y menos traumática forma de manifestación son las elecciones políticas, con tal de que en ellas se den estos requisitos: a) que a ellas concurran con plena libertad de expresión y de proselitismo fuerzas políticas

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Francisco Tomás y Valiente es catedrático de Historia del Derecho.

La dialéctica entre unidad y diversidad

Viene de la página anteriorlibremente organizadas y defensoras de la independencia o se paración respecto al todo esta tal del pueblo supuestamente mantenido o sojuzgado dentro de él por la fuerza; b) que esa concurrencia pueda traducirse y de hecho se traduzca en la re presentación de esa opción y de esos electores y esas fuerzas (partidos o coaliciones de otra . índole) en las instituciones cuya composición se elija; c) que las elecciones se hagan por sufragio universal, libre y secreto y con todas las garantías propias de un Estado de derecho. Es in discutible que estas condiciones se han cumplido en las numero sísimas elecciones llevadas a cabo en Euskadi desde 1978. Es innegable que ello ha permitido al pueblo vasco manifestar, su positivo respaldo a la aútonomía actual, a su autogobierno, a sus instituciones, a su permanencia en el Estado. Eso es autodeterminación. Eso equivale al plebiscito cotidiano de, vida en común con más garantías de lo que aquella vieja e imprecisa expresión implica. El resultado ha sido que la opción política independentista y separadora, representada en Euskadi por HB y tal vez por Eusko Alkartasuna (como en Cataluña por Esquerra Republicana), es claramente minoritaria, está presente en las instituciones del País Vasco y en los órganos generales del Estado (Cortes Generales) y tiene el respaldo que libremente se gana. Afirmar o, lo que es peor, insinuar que la permanencia de Euskadi en el Estado se sostiene incómoda mente en la punta de bayonetas napoleónicas, por no decir franquistas, es, dicho sea sin énfasis alguno, falso. El Ejército está sometido al único poder libremente elegido: el político. No hay dicotomía entre poder civil y poder militar. Cualquier tentación al respecto, no por re sidual menos aberrante, ofensiva e incompatible con un régimen democrático y con un Estado de derecho, quedó conjuráda en, tres momentos históricamente inolvidables: el 6 de diciembre de 1978, porque, con esta Constitución, aquella dicotomía y más aún la primacía de un poder militar era imposible; el 23 de febrero de 1981, porque tal incompatibilidad se puso a prueba con el resultado conocido, y el 27 de febrero de 1981, porque, por medio de manifestaciones convocadas al respecto, el pueblo expresó su respaldo a la Constitución y al jefe del Estado que la defendió e hizo fracasar el golpe de Estado de algunos militares, después juzgados y condenados.

No es cierto, pues, que la unidad del Estado se apoye en el Ejército. No hay voluntad mayoritaria por parte de la población de Euskadi en favor de su independencia frenada por el Ejército o por miedo a él, como parece desprenderse de algunas declaraciones. ¿O es que deberíamos entender que también hay que contabilizar domo votantes deseosos de la independencia actual de Euskadi a quienes votan al PNV porque también el PNV es partidario de la independencia" actual de Euskadi? Esta es quizá la cuestión última.

Llegados a este punto es inevitable aludir al dual discurso político del PNV. Por un lado, sus líderes señalan como necesidades urgentes y actuales la supresión de la violencia y la salida de la crisis económica, buscando para una y otra finalidad soluciones y ayudas dentro del marco estatal. Por otro, nunca abandonan para un futuro indefinido e impreciso la independencia como solución final no violenta, aunque sin concretar si a través de la formación de un Estado propio (¿acaso la fórmula 4+3 = I? ¿tal vez sólo la aplicable a Euskadi sur, con o sin Navarra?), o merced a la. disolución de los actuales Estados en una Europa del futuro que algunos se atreven a profetizar como la Europa de las naciones (¿sin Estados?) o de las actuales regiones estatales. De cualquier modo que configure el futuro no inmediato, parece cierto que - aquí y ahora el PNV no pretende una independencia inmediata, de manera que los votos que obtiene a su favor no pueden ser interpretados (como sin duda deben serlo los favorables a HB) como otras tantas adhesiones á la salida actual de Euskadi del marco estatal en el que, desde hace tantos siglos, se encuentra. En consecuencia y habida cuenta de la defensa que el PNV y el lehendakari Ardanza hacen continua y, por supuesto, lícitamente del estatuto y de su modo de interpretarlo, no es posible entender que el PNV y sus votantes sean partidarios de la independencia ya, sino más bien, de un exigente cumplimiento de su modo de interpretar el estatuto como solución política por ahora: y luego ya se verá.

Ahora bien, dentro de este contexto, ¿qué significado tiene la dura reacción del PNV o, al menos, de su inteligente portavoz parlamentario frente al discurso del Rey? Atribuir sus declaraciones al enfado contra los controles de carretera de la Guardia Civil en Euskadi sería una ofensa que el señor Anasagasti no- merece. Vincularlas a una posible frustración, contra el Gobierno y su presidente por no haber llegado a formar parte de aquél tras las elecciones del 6 de junio parece incongruente. ¿Guarda ésta reacción alguna relación con una posible nueva estrategia del Gobierno consistente acaso en establecer negociaciones con HB, y no con ETA, para buscar soluciones finales al terrorismo, estrategia que, de ser cierta, disminuiría el protagonismo político del PNV? Tal vez sí.

En cualquier caso, la forma de consolidar ese protagonismo (a. compartir, al menos de inmediato, por el PSE-EE si recordamos el último resultado electoral) no debe- consistir en afirmaciones que atribuyan al Ejército un papel que no se da en la realidad, ni al Rey una voluntad que no se desprende ni de sus recientes palabras ni de sus actos anteriores a ellas.

Uno de los fenómenos que peor se soportan en política es la confusión, y la peor de las confusiones es la que se siembra entre los votantes propios y ajenos con declaraciones cuyo origen y destino no se perciben con claridad. Creo ciertamente que la diversidad constitutiva de España entendida como pluralidad general es enriquecedora y positiva, y que no debe poner en cuestión la unidad que la Constitución y los estatutos garantizan y hacen compatible con la autonomía. Hace mucho tiempo que defiendo, como tantos españoles, la idea de España como nación de naciones o como una sociedad política compleja. Por eso entiendo y comparto las palabras del Rey, que a mi entender no proceden, como se ha dicho de un nacionalismo trasnochado ni de un militarismo encubierto. Y por eso mismo no comprendo bien el trasfondo de la réplica del portavoz parlamentario del PNV, cuyas palabras, como todo lo que no consigo entender, me producen cierta incómoda inquietud.

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