El sumidero
Aquel domingo de diciembre, la familia Martínez Clónica decidió ir, como solía, de compras al centro. La madre, doña Luisa, quería una sandwichera, algo que, de repente y sin saber por qué, se le había hecho imprescindible. El padre, don Paco, quería echarle un vistazo a la nueva macrotienda de discos que acababan de inaugurar. El primogénito, Francis, estaba loco por una cachiporra gigante de plástico, decora da con la bandera americana, que vendían en los puestos "tradicionales" de la plaza Mayor, y la pe queña, Vanessa, llevaba días insistiendo en que que ría ver el espectáculo que todos los años montaban unos grandes almacenes en una de sus fachadas. Luego, si les sobraba tiempo, y tras tomar algo en el bufé del centro comercial en cuyo aparcamiento confiaban en dejar el vehículo, irían a ver la de los dinosaurios.Pero el acceso al centro desde la barriada residencial en que vivían les resultó más difícil de lo habitual. Parecía como si miles de familias hubiesen tenido la misma idea que ellos. Los coches congestionaban las calles y contribuían con. los gases de sus tubos de escape a hacer todavía más irrespirable el aire de color gris amarillento que desde hacía días cubría Madrid, mientras que los bocinazos exasperados de los conductores se sumaban al fragor casi insoportable de la urbe más ruidosa de Europa.
Las paradas en los cruces y ante los semáforos se hacían interminables; y, aunque don Paco tomó todos los atajos que conocía e incluso cometió algunas pequeñas infracciones, tardaron más de hora y media en alcanzar la vía que, aún más saturada que el resto, conducía a la zona de comercios y grandes almacenes, que, como si de un gigantesco sumidero se tratara, atraía hacia sí a aquellos miles de vehículos.
Allí comenzaron los problemas realmente graves. Tras aproximadamente 80 minutos de avanzar a una velocidad media de 2,5 kilómetros por hora, sudorosos e irritados ante las continuas peticiones de Vanessa de hacer pis, llegaron por fina las puertas de su particular Eldorado, sólo para comprobar desolados que el parking estaba completo, lo que les obligó a seguir dando vueltas por un laberinto de calles estrechas entre un mar de vehículos ocupados por familias tan al borde del ataque de nervios como ellos mismos. Mientras tanto, incontinente, Vanessa se lo había hecho encima.
Tras un buen rato de conducir sin rumbo y comprobar desesperados que se alejaban cada vez más de su punto de destino, don Paco zanjó el problema de manera expeditiva: aparcó en una plazuela peatonal, ya atestada de coches, aunque para ello tuviera que tronchar con el capó un arbolillo enteco que le estorbaba el paso.
Eso les permitió alcanzar por fin su objetivo. Tras sólo tres cuartos de hora de espera, doña Luisa consiguió su sandwichera (que podía haber comprado en cualquiera de las 346 tiendas de electrodomésticos de su barrio); don Paco comprobó admirado que el nuevo macrocentro respondía a todo lo que le habían contado; Francis se hizo con su cachiporra y pudo golpear alborozado con ella paredes, alcorques, bolardos y troncos de árboles, y, aun a riesgo de morir aplastada y con las bragas mojadas, lo que posteriormente le provocó una cistitis aguda, Vanessa contempló fascinada el espectáculo de Cortylandia.
A las cinco y media se tomaron unas hamburguesas que, quizá por las prisas y el tener que comerlas de pie por falta de asiento, a doña Luisa le dieron gases y a su marido un corte de digestión; y, tras un par de horas de ver escaparates, regresaron a donde habían dejado el coche para comprobar horrorizados que un BMW de gran tamaño les cerraba la salida.
Era ya de noche y la zona, en la que estaban cerrando los comercios, se llenaba de grupos de muchachotes vocingleros que, litrona en mano, celebraban las vacaciones que estaban a punto de darles. Tras encerrar a su familia en el coche como medida de precaución , don Paco se dedicó a recorrer los innumerables restaurantes y mesones de los alrededores, preguntando si el BMW gris matrícula M-8754-MZ era de alguno de los presentes, aunque sin resultado alguno.
A las tres menos cuarto de la madrugada apareció por fin el propietario del vehículo, acompañado de una rubia espectacular forrada en pieles. Don Paco y él estuvieron a punto de llegar a las manos por el simple hecho de que el muy maleducado ni tan siquiera se molestó en pedir disculpas.
Menos mal que, a esas horas, el tráfico era fluido; y, aunque en un cruce en ámbar estuvo a punto de arrollarles una moto de gran cilindrada, antes de las cuatro estaban de vuelta en casa sanos y salvos.
Decidieron que, a pesar de todo, la cosa no había estado tan mal y que quizá el próximo domingo, que empezaban las rebajas, tendrían, más suerte.
es director de cine.
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