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DíA A DíA EN SARAJEVO.

Carmín contra granadas en Sarajevo

Zumreta Beslajic combate el cerco serbio con sus paseos, sus pasteles y su maquillaje

("Jilajojo, jilajejo / La máquina de coser de la pobre viuda muerta por la bayoneta / ( ... ) La mesa donde los viejos jugaban a las cartas / ( ... ) Todo es parte del mismo fluir, una ola única, un único horror". Fernando Pessoa).En Nochevieja, Zurnreta Beslajic, una mujer musulmana, decidió preparar pasteles para celebrar el Año Nuevo a pesar de que no dispone de chocolate, ni azúcar ni apenas mantequilla. Es una forma de resistencia que comparte con otras mujeres de Sarajevo, que salen a la misma calle todos los días maquilladas y luciendo sus mejores galas, una calle sobre la que cayeron siete proyectiles unas horas antes de la medianoche del último día del año.

Cruza la calle hacia las tiendas cerradas del barrio musulmán de Bascazija tocada con un sombrero rojo brillante y un largo abrigo de piel, y avanza hacia Unis-Tours, una especie de cooperativa donde los comerciantes venden los productos que la guerra todavía no ha logrado arrebatarles.

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Antes de que la fría mañana congele sus mejillas, Zumreta, bosnia musulmana nacida a 130 kilómetros de Tuzla, sabe a través de las conversaciones de los niños que juegan en la calle que los pistoleros duermen todavía, después de las feroces batallas de Navidad. Dentro de unos minutos se despertarán -"el proyectil no elige el momento, ni el lugar, ni el nombre de la víctima"-, pero ella ofrece su cara maquillada a esos francotiradores chetniks que la tienen a su merced, como si se dirigiera a una fiesta, hoy como ayer y todos los días por venir, hasta que se le acaben los cosméticos o la fuerza.

Contraataque casero

"Me visto así deliberadamente", declara. "Voy a la peluquería con más frecuencia que en tiempo de paz. Es mi manera de demostrar a los chetniks que ni¡ moral está intacta. Es mi forma de contraatacar". Se trata de una forma de resistencia muy extendida, a juzgar por el constante desfile de modelos de mujeres que visten tan bien como sus hermanas de la Unión Europea.

Zurnreta, de 42 años, ha vivido al límite del sufrimiento humano, de la alegría y de la soledad durante los dos últimos años. Se divorció en 1992, y dejó en manos de su marido la tienda de lencería ante cuya fachada, acribillada de balazos, pasa ahora. La guerra empezó dos meses después. En mayo resultó herida en una pierna por el impacto de un proyectil. Su yerno también fue herido. En agosto nació su primera nieta, a la que siguió una segunda a principios de diciembre.

Iba a visitar, precisamente, a las niñas y a su hija Leila, una química en paro, cuando los fusiles apostados en las colinas que dominan el río Miljacka barrieron a balazos la plaza de la Fuente. El crepitar de las ametralladoras y los golpes secos de las granadas le recuerdan las fronteras que existen desde hace 20 meses: más allá de las colinas de Trebevic, hacia su derecha, y de Lapisnica, Borije, Mrkovici y PlJine, a su espalda, hay alambradas de espinos: es territorio prohibido, "país robado".

A pesar del sol y del cielo azul por encima del valle que acoge a Sarajevo, la niebla aún no se ha retirado de las colinas y los francotiradores no pueden apuntar a los viandantes. Por este motivo, ella retrasa la visita diaria a su familia hasta después del trabajo.

Pasea y charla con una amiga de quien ha recibido un poco de pan, y con uno de los escasos tenderos que abren sus puertas en este barrio de planta cuadriculada. Apenas presta atención al escaparate donde unas peceras vacías se amontonan inútilmente. El dueño se cobijó hace ya tiempo en la ferretería de enfrente: la falta de electricidad y la escasez de agua mataron a los peces y a su negocio. Zumreta quiere comprar cebollas para el pastel de Año Nuevo. Se dirige al mercado negro. Las cebollas son un lujo que cuesta 20 marcos, 20 veces el salario del decano de la facultad de Medicina, Nedzaz Mulabegovic, que esta tarde esquivará el fuego de. los francotiradores para ir a buscar un paquete con café, chocolate y artículos de limpieza al Holiday Inn, el hotel donde se alojan los periodistas extranjeros. El envío viene de parte de la hermana de una mujer croata casada con un oficial portugués.

Al otro lado de la calle, hombres y mujeres de todas las edades venden pausadamente paquetes de cigarrillos domésticos e importados, brandy, latas de comida, café y pasta de dientes. Una multitud silenciosa (que trae a la memoria la martirizada ciudad angoleña de Huambo el pasado abril, como si las balas que han partido árboles, destruido edificios, incendiado coches y arrasado calles, hubieran también cortado el habla) viene y va a lo largo de la avenida del Mariscal Tito. Algunos miran, inspeccionan, compran. Pero la mayoría simplemente pasa de largo, arrastrando carretillas cargadas con bidones de agua y leña, con sus cabezas gachas, como si estuvieran transportando el mundo sobre sus hombros.

En las siguientes 24 horas siete granadas que nadie espera caen en esta parte de la ciudad, alrededor del mercado, del hotel Central y de una galería comercial. "¿Cómo le digo a mi hijo que su madre ha muerto?", gime un hombre en el hospital Kosevo. Los cadáveres de su mujer y de un médico del mismo hospital acaban de ser traídos junto a más de dos docenas de heridos. Un regalo chetnik para el último día del año.

Pasteles amargos

Sin chocolate, sin azúcar (cuesta 70 dólares el kilo) y con un trocito de mantequilla, los pasteles que Zumreta prepara a la luz de una vela tienen un sabor amargo, como el segundo Año Nuevo desde el comienzo de la guerra. Se pegan a la garganta como la sensación de inquietud que nos rodea, como esas miradas, agradecidas y acusadoras al mismo tiempo: "Si ustedes quisieran, si la Unión Europea quisiera, los tiros y las granadas cesarían en un momento". Y como las palabras de un antiguo conductor de camión en un comedor de la Cruz Roja, quien, al oír que este periodista era portugués, comentó: "Oh, Lisboa, si pudiera pasar sólo cinco días en Lisboa, no me importaría morir".

Zurnreta dice: "Todo ha cambiado en nuestras vidas. Sólo somos sombras de nuestros propios seres. Pero eso no me impedirá celebrar el Año Nuevo". Ni siquiera sabe que esta noche Barbara Hendriks une su magnífica voz al coro Gaudeamus, de Sarajevo, para proclamar el Nuevo Año y la esperanza de paz con viejas canciones bosnias. Aún menos imagina que entre las voces que ascienden al cielo de la noche de la ciudad sitiada está la de la joven Vildana, estudiante de primer año de Medicina, que se une al mismo esfuerzo por mantener unidas a las 300.000 personas que permanecen en Sarajevo, una vez símbolo de la tolerancia étnica y cultural y de los valores universales. "Voy a cantar para ser normal", dijo.

Zurnreta Beslajic añade: "Una escritora bosnia, que es judía, nos habló sobre las terribles condiciones del campo de concentración de Matthausen. Nosotros no tenemos más pan del que ellos tenían. La diferencia es que aquí no se obliga a nadie a trabajar. El 80% de los habitantes de la ciudad de Sarajevo ni siquiera tienen un haz de leña para poder calentarse. Muchos tienen hambre". Fija su mirada en las llamas que brotan del horno. "Y sin embargo estamos vivos".

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