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El ingeniero

Ángel S. Harguindey

Mañana, 5 de enero, se cumplirá un año de la muerte en Madrid de Juan Benet, ingeniero y escritor. Sobre él se ha dicho mucho y bien y, probablemente, se dirá más y con todo merecimiento.

Su obra removió en buena medida el estancamiento literario. Su rigor estilístico, conceptual en definitiva, su indudable atracción por el riesgo y su deseo de explorar lo desconocido demostró y reafirmó la libertad del creador valiéndose para ello de dos sólidas armas: su talento y su dominio de la lengua, bagaje que no dudó en poner al servicio de otros autores —Scott Fitzgerald, William Faulkner o Shakespeare— en un generoso empeño por trasvasar al castellano parte de la belleza preexistente.

Alguien que apuesta por el riesgo creativo con tal vehemencia no puede ser ecuánime en sus juicios. La moderación está reñida con el vértigo del rigor experimental, lo anula y lo adocena. De ahí que el escuchar a Benet abominar de buena parte de la sacralizada nómina de los literatos patrios fuera todo un ejercicio de coherencia. Oírle masacrar a los autosatisfechos, comprobar los efectos devastadores de su sarcasmo aplicado a los pequeños o grandes mitos instalados en la conciencia de los bienpensantes era un enorme placer.

Con Juan Benet era difícil mostrar indiferencia: o se le amaba con todas sus arbitrariedades, o se le aborrecía. El rechazo evangélico a la tibieza tenía en él a uno de sus más aguerridos paladines.

Naturalmente, cumplía con creces el elemental e infrecuente principio de la elegancia vital: la ironía y la exigencia comienzan por uno mismo. En muy raras ocasiones hablaba de sus textos. Asumía con naturalidad la evidencia de que una obra debe ser valorada por los pocos o muchos lectores que pueda tener. Por las mismas razones despreciaba profundamente el cansino autobombo de los botarates.

Le encantaba contar las mil y una anécdotas personales: su divertida militancia política (fue encargado de las relaciones exteriores del grupo de Dionisio Ridruejo por los funcionales motivos de conocer idiomas, poseer tarjetas de crédito y, lo que es más importante, saber usarlas); sus recuerdos estudiantiles; sus viajes a lugares próximos o lejanos; sus comentarios sobre las personas que amó o sobre las situaciones en las que el whisky era la estrella ("media Escocia" fue la respuesta que le dio a su médico cuando en el comienzo del fin le preguntó si había bebido mucho).

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Juan Benet era un excelente contertulio que como tal buscaba con pasión la polémica inteligente. No siempre lo conseguía y en el camino soportó insultos y bellaquerías de columnistas transexuales o de directores de revistas reconvertidos en voceros de la podredumbre. Son las cosas de la vida. Don Juan: ¡a su salud!

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