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Reportaje:

Las uvas del horror

Sarajevo vive la Nochevieja bajo intensos bombardeos serbios que causan cinco muertos y docenas de heridos

Ramón Lobo

Desde lo alto del barrio de Alifakovac, entre las tumbas nevadas de muertos musulmanes, con el majestuoso monte Trebevic ocupado por los radicales serbios detrás, se ve Sarajevo como si fuera un belén. Allí abajo, sin electricidad ni agua ni calefacción desde hace dos semanas, aplastada por el frío, la gente aguarda la llegada del nuevo año con indiferencia, pues hace tiempo que se les cansó la esperanza.A las doce de la noche, sin dejar hablar siquiera al primer tañido de un reloj imaginario, pues a los otros los averió la guerra, empezaron los festejos de las uvas del horror. Los serbios disparaban parapetados desde lo alto de las montañas que cercan Sarajevo. Los musulmanes, desde la ciudad, emboscados en casas sin techo, en busca de blancos invisibles. Las balas pasaban silbando por encima de las lápidas del cementerio de Alifakovac. Iban locas, sin dueño, en busca de algún desgraciado sin suerte. Los morteros escupieron en pocos minutos docenas de granadas sembrando el belén de destrozos.

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El día de Nochevieja se apareció en Sarajevo travestido de muerte. Como cualquier otro. A las tres de la tarde, con las calles atiborradas de gentes confiadas, dos granadas de mortero estallaron simultáneamente en la calle del Mariscal Tito, reventando a cinco personas e hiriendo a una cuarentena. Eran las primeras de una serie asesina. Cayeron de golpe, sin aviso, muy cerca de la acera, que es donde más daño hacen, estampando a sus víctimas contra los muros, llenándolos de sangre. Es, dicen, la tregua de Navidad, la que debe terminar mañana lunes. Después aterrizaron muchas más bombas, repartidas todas de forma samaritana.

Una granada en el jardín

En la casona de la familia de Amela, cuyo balcón mira incauto a un hermoso jardín al lado del edificio de la Presidencia bosnia, la onda expansiva de un tercer impacto, caído a no más de 100 metros, entró súbita como una exhalación, arrancándonos del sofá como un resorte en busca de protección. La huella de la granada era visible, segundos después, en el centro del jardín. Era de gran calibre.Amela y su familia están ya acostumbrados al espanto, al horror. Cuando los proyectiles empiezan a caer tan cerca del salón se plantan en el vestíbulo, formados como soldaditos de plomo. Allí aguardan en pie, pacientemente, sin inmutarse, a que escampe la tormenta de odio. Apenas hablan entre sí, tan sólo mueven la cabeza de un lado a otro negando su mala suerte, y entristecen aún más su mirada apagando la luz de los ojos, pues las lágrimas ya se secaron de tanto llorar. Como muchas familias de Sarajevo guardan, como recuerdos, restos de metralla. La que les entró un día por la ventana. Trofeos de los supervivientes.

A Amira y Bego Jusufovic la Nochevieja de 1993 se les quedará grabada para siempre en su. memoria. Era el día de su boda. Se casaron en la municipalidad de Sarajevo, un sórdido edificio en la parte vieja de la ciudad, ajado por la metralla y el descuido, y al que se llega por un pasadizo alfombrado de cristales rotos. La sala, presidida por una mesa amarillenta ovalada, parece la de una empresa en quiebra. Apenas hay sillas. Un escudo inmaculado de Bosnia-Herzegovina es el único lujo decorativo. Eran las once de la mañana cuando se pusieron temblorosamente los anillos, tres en total, y se besaron con pasión en la boca, una vez por cada anillo. Cada achuchón fue recibido con jolgorio por una docena de invitados peripuestos con sus mejores galas.

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Un hombre alto y con barba, tocado con un raído abrigo negro, hizo mecánicamente de juez. Los sí, quiero surgieron de sus labios prendidos en un nube helada de vaho. Amira lanzó el ramo hacia atrás, sin mirar, entre un trío de solteronas histéricas que pugnaron por él como si fuera un hombre de carne y hueso. Una vez en la calle, la gente les miraba con curiosidad y les sonría. Una vieja loca se acercó envuelta en una bata roja y unas zapatillas caseras para enseñarles la foto amarillenta de un hijo muerto que besaba con fruición como si el cariño pudiera resucitarlo.

Medina Azizovic, una bella musulmana de 25 años, de labios carnosos y redondos y mirada sumamente dulce, tampoco olvidará jamás la Nochevieja de 1993: fue el día en el que nació su primer hijo. Sead, llegó con prisa, a las cinco de la tarde, sin poder esperar siquiera un ratito más y ganar el honor de ser el primero en nacer en 1994. A mediodía, tumbada en una cama de la maternidad del hospital de Kosevo, en una habitación compartida con otras cinco parturientas, presa de las primeras contracciones y con la respiración agitada, Medina se reconocía "muy feliz y nerviosa". Echaba mucho de me nos a Nihad, su marido, un sol dado de la Armija (Ejército bosnio de mayoría musulmana) que está en el frente pegando tiros. Medina asegura que no teme por el futuro de Sead, pues ya se acostumbró al miedo.

Cuando los croatas de Herzegovina destruyeron el viejo puente de Mostar, Gabriela, 83 años, a la que toda su familia llama cariñosamente abuela, se metió en la cama "por que le dolía el alma", según confiesa su hija Jasminka. Gabriela, camina encorvada, se deja ayudar por un bastón para las largas distancias, pero habla con gran energía. Tiene salud. Es coqueta y se cuida. Lleva el pelo corto, gris. Se peina con las manos constantemente. Rechaza el piropo de guapa con una carcajada y un gesto con la mano. "A mi edad", dice, "sólo puedo tener lucidez y memoria, la belleza hace tiempo que pasó". La cena transcurre lenta, como en una ceremonia. Dos cazos de arroz y un par de trocitos de carne es la ración de cada uno.

Jerko empieza a moler el café con un molinillo muy delgado armado de una manivela gigante. La mueve rítmicamente, en enormes círculos, como un verdadero profesional. Parece muy acostumbrado a ese trabajo. Las mujeres, mientras, reposan. Jerko sonríe hacia fuera y escucha pero está triste por dentro. No ve a su mujer, Halgorzara, y a su hija, Agnoeska, desde el mes de julio, cuando fueron evacuadas de Sarajevo por las Naciones Unidas. Ahora están en Varsovia, lejos de la guerra, pero lejos también de Jerko.

A las doce de la noche, puntuales como los croatas de Mostar en Nochebuena, los radicales serbios que rodean Sarajevo en un sitio medieval que dura 21 meses, lanzaron sin piedad balas y metralla. Desde la ladera del cementerio de Alifakovac, cuerpo a tierra, se veía con nitidez el desigual combate de las balas trazadoras y las explosiones de las granadas de mortero. Ha pasado el año, pero en Sarajevo nada ha cambiado. "Lo peor de esta vez", asegura una alto cargo del Gobierno bosnio "es que ya no tenemos esperanza alguna. Hace 12 meses creíamos que iba a ser nuestro primer y último invierno así. Ahora sabemos que pueden pasar 10 más antes de que acabe todo esto".

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