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Reportaje:ARQUITECTURA

Sarajevo, las huellas de la guerra

El redactor jefe de 'L'Architecture d'Aujourd'hui', primer arquitecto que entra en la ciudad cercada, describe una atmósfera urbana que evoca el gueto de Varsovia o las imágenes desoladas de Blade Runner'

Sarajevo muere lentamente, bombardeada con fuego de mortero desde el 8 de abril de 1992 por las tropas que la han cercado tranquilamente sin que se defienda: era su propio ejército. Se han contabilizado ya 12.000 muertos y 40.000 heridos. Las fuerzas de protección de las Naciones Unidas no la guardan de estas agresiones; al contrario, parecen tenerla prisionera, acorralada en un valle estrecho, a merced de los soldados que acampan en sus colinas y la hostigan diariamente.Hay algo del drama del gueto de Varsovia que se repite aquí. Ellos aguantaron más de dos años. Al principio eran medio millón de personas apiñadas, con raciones alimenticias mínimas y expuestas a los golpes de mano de las SS, asesinados lentamente y después enviados en masa a Treblinka durante el otoño de 1942, hasta que los supervivientes se rebelaron en abril de 1943 y perecieron casi hasta el último. Todavía no ha habido redadas étnicas en Sarajevo, pero sí lo demás: el horror de la reclusión, los alimentos apenas suficientes , el frío, las muertes cotidianas, la extrema degradación de la sociedad civil. "Somos los judíos de Varsovia, destinados a morir todos, unos tras otros. Y vosotros, las potencias europeas, que controláis el aeropuerto, que nos impedís la salida de esta ratonera, sois los kapos de este fin de siglo", nos han repetido, casi invariablemente, las gentes que hemos encontrado.

Ha llegado el frío. El periodo invernal es muy duro en este valle que acogió los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984. Las temperaturas rondan los 10º o 15º bajo cero, a veces más. ¿Qué harán los habitantes de Sarajevo sin madera, sin petróleo, sin carbón? Entre el 80% y el 90% de los árboles de los parques y de las zonas periféricas fueron sacrificados el último invierno. Las colinas controladas por el Ejército bosnio están ya arrasadas; los árboles de los barrios del centro, cortados el año pasado, se arrancan para quemar sus raíces. La gente moja sus libros y los deja secar después para hacer bloques combustibles con los que calentarse, o recoge cáscaras de castañas; hace el café en viejas latas de conservas convertidas en pequeños hornillos que alimentan con trozos de cartón, y a veces incluso con la llama de una vela.

Apenas, hay basuras

Todo son problemas para una Administración exangüe, hasta la recogida de basuras; aunque realmente apenas hay nada que recoger. Se percibe que estos políticos y funcionarios, herederos de un régimen comunista que había entrado ya en descomposición bastante antes de la guerra, se enfrentan a dificultades irresolubles. Y las bandas armadas de hampones que controlan el mercado negro les disputan el poder. La inseguridad reina en el mismo corazón de la ciudad, sobre todo cuando, a las cinco o las seis de la tarde, cae la noche y se adueñan de la calle esas bandas de hombres vestidos con uniformes de batalla improvisados.La impresión nocturna es increíble para el que pasea antes del toque de queda por las calles desnudas,, sin vehículos ni objetos abandonados, casi desiertas, entre los altos acantilados completamente negros de los edificios. Bajo el cielo estrellado, el suelo brilla débilmente. A veces tropezamos con personas a las que no hemos visto llegar, y se adivina en algunas esquinas la presencia de grupos de soldados. De vez en cuando se vislumbra la luz de una vela en una ventana, otras veces no se ven más que sombras y las estrellas arriba, con el rumor del viento, el temblor, el lento movimiento de los últimos álamos. Si nos colocamos sobre una colina, por ejemplo en una casa del viejo barrio otomano, las pequeñas luces de las laderas del valle brillan muy débilmente, numerosas y dispersas, amortiguadas, como una especie de firmamento aplastado sobre el fondo de las colinas, más sombrío que el del cielo.

De repente se oye una detonación que resuena largo tiempo, como una tormenta. O es una explosión fulgurante, y fragmentos de escombros se deslizan por los tejados, o bien es el gran estruendo de los disparos de los tanques y de los cañones antiaéreos, usados aquí en posición horizontal, a modo de ametralladoras. La gente ha decidido vivir sobre todo en las habitaciones de sus casas que dan al Norte, en vez de al Sur, más castigado por los disparos. Allí encienden pocas luces, tapan las ventanas, a veces con colchones, y tienden alfombras sobre los balcones para no ser vistos por los francotiradores. Los cristales se han reforzado con grandes cruces de papel adhesivo; la mayoría se han roto, y a menudo han sido reemplazados por plásticos translúcidos con las siglas del Alto Comité para los Refugiados.

El estado de degradación física de la ciudad es difícil de aprehender. Hay por doquier numerosos impactos en los muros acribillados, y sobre las calzadas minadas por la caída de obuses y de metralla, grandes agujeros abiertos que dejan ver el interior de las casas, y, desde luego, edificios completamente calcinados como las torres de oficinas Unis o como la del diario Oslobodjenje, abatida sobre sí misma. Las tiendas tienen escaparates de contrachapado, reforzados con verjas de mallazo. Las chimeneas de las estufas salen de las fachadas, incongruentes, por las aberturas que se han practicado en ellas y por los agujeros de los vidrios de los muros de cortina.

Algunos edificios demasiado expuestos han sido abandonados, como los del barrio de Dobninja, o, más al centro, los que forman los muelles del río Miljacka. Ha sido necesario abrir itinerarios alternativos en los jardines, en las plantas bajas de los edificios, a través de los patios traseros y de los campos deportivos; ha hecho falta agujerear algunos muros para poder circular a cubierto. En los cruces de las calles se han colocado encofrados metálicos cogidos de las obras y placas de hormigón, rodeadas de sacos de arena, de carrocerías de vehículos o, como junto a la mezquita de Alí Pasa, de contenedores de acero hoy perforados por la metralla.

Fatalidad ambiental

La fatalidad se respira en el ambiente. La población parece haber perdido las ganas de sobrevivir, o al menos la esperanza de poder hacer algo. Los principales monumentos históricos se protegen sólo con unas banderas de rombos blancos y azules que vanamente avisan a los tiradores de que, en principio, deben respetarlos, guardando las convenciones sobre la protección del patrimonio cultural establecidas por la Unesco desde sus congresos de La Haya, Anisterdam, Helsinki y otros lugares. El rico iconostasio de la iglesia de los Santos Arcángeles no se ha desmontado siquiera. Las familias han dejado de bajar a los sótanos sus bienes más preciados: muebles, libros, cuadros que llevan las marcas de los sucesivos impactos de bala: 17 en casa del arquitecto Ivan Straus. Para qué proteger todo eso... Muchos de nuestros interlocutores evocan las atmósferas de Brazil o Blade Runner, porque, dicen, "aquí ha empezado el fin de la civilización occidental y el fin de la filosofía. Nosotros somos los primeros habitantes de un nuevo mundo".Como nos enseña la famosa teoría de las catástrofes, a la que los arquitectos contemporáneos amantes del caos son tan aficionados, ha bastado en el equilibrio inestable de la antigua Yugoslavia un acontecimiento localizado, la independencia eslovena, para que la tormenta y sus rayos se propaguen progresivamente por un territorio entero (y esto no es más que el principio), para que paisajes sean asolados, monumentos devastados, bibliotecas preciosas reducidas a o cenizas y pueblos asesinados, para que gentes que se consideraban bosnias fueran repentinamente obligadas a declararse croatas, serbias o musulmanas, para que familias se desgarraran entre etnias que existían vagamente, pero que son esencialmente, y sobre todo en Sarajevo, consecuencia del conflicto y de la exasperación universal del odio hacia el otro y de las pulsiones de muerte. Al leer las novelas de Ivo Andric se percibe hasta qué punto ese odio estaba vivo el siglo pasado. Quizá seguía estando allí, enterrado, pero algunos decenios de régimen titista y de voluntarismo laico lo habían difuminado hasta -el punto de que Sarajevo era considerada un modelo de coexistencia de culturas, un punto de armonía entre Oriente y Occidente, con los templos de cuatro religiones establecidos desde: el siglo XVI en un radio de 200 metros. Por eso, si continuamos sin actuar, ¿cuál será él destino de nuestras propias ciudades y de esas periferias en las que la íntegración racial o religiosa, social y cultural es tan precaria?

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