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Espantajos, fuera

Mario Vargas Llosa

El billonario James Goldsmith lanzó un olímpico anatema contra los acuerdos del GATT sobre la liberación del comercio mundial. Palabras más, palabras menos, en una entrevista que le hicieron en la BBC tronó así: "La internacionalización de la economía y la globalización de las empresas significa que los países del Tercer Mundo tienen hoy acceso a todas las técnicas y a todos los capitales. Por lo tanto, sus industrias están en condiciones de fabricar cualquier producto, aun los de tecnología más compleja. Pero estos países -por ejemplo, Indonesia y China- pagan a sus obreros noventa y nueve por ciento menos que los países desarrollados. ¿Cómo podrían competir éstos con aquéllos si se abren las fronteras? ¿Están dispuestas las sociedades de Occidente a reducir los ingresos de sus trabajadores en noventa y nueve por ciento para que sus mdustrias no sean barridas por la competencia tercermundista?".Entre 1987 y 1990, como parte de la campaña política en la que estaba inmerso, visité a un buen número de empresarios de distintos lugares del mundo para animarlos a que invirtieran en mi país. De todos esos personajes, sólo dos han sobrevivido en mi memoria. El primero, el suizo Stefán Sclimidheiny, discreto, inteligente, culto, que en ese momento se disponía a dedicar la mitad de su tiempo a promover entre sus colegas del planeta un gran esfuerzo conjunto para desarrollar industrias 'sostenidas', es decir, compatibles con la preservación de los recursos naturales y el medio ambiente.

Y, el segundo, James Goldsmith. Gigantesco, carismático, lenguaraz, abrumador, acababa de decepcionar a un auditorio de los tories británicos que lo urgía a entrar en política explicando que no podía hacerlo porque le gustaban demasiado las mujeres, propensión incompatible con los cánones que en la materia se exige a los políticos del Reino Unido. Pocos años antes, sir James se había hecho famosísimo -su cara adornó la portada de Time, anticipando el "viernes negro" de la Bolsa de Nueva York y vendiendo todas sus acciones, las que, luego, recompró a mitad de precio, con lo que su patrimonio, según la prensa, se incrementó en pocos días en algunos cientos de nifilones de dólares. Cuando lo conocí, este ciudadano del mundo de pasaporte francés e inglés, ampliaba la ya vasta geografía de sus intereses financieros y empresariales, invirtiendo exitosamente en México y en Guatemala, en los ramos, de petróleo y turismo.

No sé cuántos billones de dólares tiene el ennoblecido Goldsmith, pero sí estoy absolutamente seguro de que tendría bastantes menos (y de que acaso sería un muerto de hambre) si en estos treinta o cuarenta últimos años, en los que él ha podido ejercer sus habilidades y audacias inversoras por multitud de países, el ancho mundo le hubiera cerrado las puertas con barreras proteccionistas y argumentos nacionalistas, y lo hubiera confinado en Inglaterra y Francia, sus dos patrias. Si hay alguien en el mundo que debería andar predicando a voz en cuello las ventajas de la disolución de las fronteras y la integración de los mercados a escala planetaria es alguien como él, que se ha beneficiado como nadie de la interríacionalización y de la globalización y que es algo así como la encarnación y dechado de ambos fenómenos. Pero, no, incoherente con lo que es y con lo que hace y representa, ahora sir James se opone a que se abran las fronteras para el comercio mundial blandiendo un espantajo terrorista: los baratos productos del Tercer Mundo que, si se los dejara competir en libertad, harían desaparecer a las industrias de Europa.

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El espantajo de sir James se parece como una gota de agua a otra, al que andan agitando en estas últimas semanas los cineastas e intelectuales europeos que piden "la excepción cultural" para los productos audiovisuales. en los acuerdos del GATT, con el argumento de que si los Gobiernos 'desprotegen' a éstos y los abandonan a la libre competencia, las películas de Hollywood se apoderarán de todo el mercado y culturalmente "Francia se convertiría en una barriada de Chicago" (la memorable frase, digna del sottisier de Flaubert, es de Laurent Fabius).Es comprensible -no aceptable desde luego- que realizadores convencidos de su incapacidad para conquistar un amplio público que les garantice la supervivencia, se dejen seducir por los cantos de sirena del nacionalismo cultual, y aspiren al parasitismo burocrático, es decir, a vivir -artificialmente y maniatados- dentro de un sistema de subsidios y controles estatales, que cierre la puerta al 'cuco norteamericano' y les asegure un público cautivo, aunque ello los prive de independencia y los condene al adocenamiento, al folklore y a la provincia. La actitud es coherente con quien es o aspira a ser "el mejor cineasta de Fiésole" o "el genio del celuloide de Vallecas". ¿Pero qué hacen entre los defensores de las barreras aduaneras, el sistema de cuotas y el intervencionismo y la tutela del Estado para la creación cinematográfica (eso es exactamente lo que significa rechazar la libertad del mercado) directores como Almodóvar o Bertolucci, que, gracias al (limitado) intemacionalismo que existe en el campo audiovisual, han conquistado el prestigio de que, gozan fuera de sus países? ¿Hubiera llegado el realizador de Átame y de Tacones lejanos a la popularidad que tiene en el mundo si, como él pide ahora, el mercado para la producción y distribución de películas estuviera compartimentado rígidamente en el planeta con un criterio nacionalista, criterio que, basta un dedo de frente para adivinarlo, es una amenaza latente contra la libertad de creación y una fuente inagotable de chanchullo y corrupciones pues confiere al Estado un poder omnímodo para repartir prebendas, beneficiando a unos y perjudicando a otros en el campo de la actividad cultural? Ha sido gracias a la pequeña y muy relativa libertad de mercado actual que la obra insolente y libérrima de Almodóvar -me refiero a sus primeras películas- pudo nacer y, poco a poco, abrirse paso por el globo, y llegar, por ejemplo, al corazón del monstruo imperialista, Nueva York, donde una tarde yo tuve que desafiar la pulmonía haciendo cola una hora bajo la nieve para poder ver Mujeres al borde de un ataque de nervios.

El caso de Bertolucci es todavía más inconsecuente, para no decir grotesco. Pues el tipo de insolencia en el que el realizador italiano volcó su enorme talento, desde sus primeras películas, fue sobre todo ideológico, en violentas impugnaciones, y, como en 1900, verdaderas diatribas contra la sociedad y las instituciones de su país. Con todas las limitaciones que tiene, una industria que depende del público y no del favor del Estado para funcionar, permite ese margen de independencia para la crítica, la contestación y la experimentación del que realizadores como Almodóvar y Bertolucci han sabido sacar tan buen provecho. Este pequeño espacio de libertad quedaría seriamente recortado, acaso anulado, si prevalece la tesis de la "excepción cultural" y en vez de la ley de la oferta y la demanda son los Gobiernos los que decidan en el futuro, en buena parte, lo que se puede y -sobre todo- lo que no se puede ver en las pantallas grandes o chicas.

Los espantajos de sir James y de los nacionalistas culturales -el cuco tercermundista y el cuco norteamericano- son una fantasía construida a partir de suposiciones falsas: que el mercado es un pastel de dímensiones invariables, y que, si alguien se lleva un pedazo de él, lo hace dejando a los otros algo menos que repartir. Si esto fuera así, jamás un capitalista hubiera llegado a acumular la formidable riqueza de sir James ni hubiera pasado el cine de una diversión marginal a ser un arte de masas. La riqueza genera riqueza y una película que tiene éxito abre, no cierra la puerta del público, a otras películas: 'crea' espectadores, así como un libro de éxito 'crea' lectores potenciales para muchos otros libros. Es falso que países como Indonesia o China paguen sólo el uno por ciento a sus obreros de lo que pagan a los suyos Francia o Alemania. Pero, tal vez fue así, hace treinta años, en países como

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Taiwan o Corea del Sur. A medida que esos países crecían al ritmo acelerado que sabemos, aumentaban también los salarios de sus obreros y, por lo mismo, la capacidad de esos mercados para importar productos del mundo entero. ¿No se han beneficiado de ese desarrollo, de manera formidable, la industria europea y la norteamericana? Y lo seguirán haciendo, gracias a la libertad de comercio, con el aumento de la capacidad adquisitiva de países del Tercer Mundo como los tigres asiáticos y, en los últimos años, de naciones latinoamericanas como Argentina, Chile y México. Si el criterio del señor Goldsmith prevaleciera, un país del llamado Tercer Mundo nunca debería salir del subdesarrollo, pues esto sólo se consigue subdesarrollando a los ahora desarrollados. No es así: en el mundo interdependiente de nuestros días, el crecinúento de la riqueza y de los niveles de vida de un país abre oportunidades para que de ello se beneficien también todos los otros.

Esto es exactamente lo que debería pasar en el dominio audiovisual, uno de los más cosmopolitas -luego de la plástica y la música- de todos los relacionados con la producción cultural, si en vez de recortarse y dividirse por mercados regionales impermeables o abiertos a cuentagotas unos a otros, se integrara en un mercado sin fronteras, abierto a la competencia. No hay ninguna razón para que un país como Francia, el cuarto exportador mundial, vea en esa libertad de comercio para las películas un riesgo más grande que el que constituyó la libertad del mercado para los autos, los helicópteros, los armamentos, los perfumes, los libros y otros productos franceses a los que la internacionalización ha favorecido en vez de perjudicar. El argumento de que los circuitos de distribución están en manos de Hollywood es tan feble como el de la riqueza congelada e invariable: esos circuitos se pueden contrarrestar con otros circuitos que la industria audiovisual europea debería tender si lo que quiere es proyectarse hacia el mercado norteamericano y mundial en vez de retrotraerse a sus propias fronteras y vivir del rentismo.

Hay que combatir a los espantajos demagógicos de sir James y de los cineastas proteccionistas porque son una expresión peligrosa del nuevo gran enemigo moderno de la cultural de la libertad: el nacionalismo. Detrás del "cuco tercermundista" y del "cuco norteamericano" con el que quieren frenar el formidable avance de la vida contemporánea hacia un mundo sin fronteras, integrado por el gran civilizador de la humanidad que es el comercio, se agazapan, de un lado, los viejos demonios de la xenofobia y el racismo, y, del otro, el oprobio de una vida cultural enajenada por la tutela de comisarios encargados de defender ese engendro mentiroso, la "identidad cultural" que, si existiera, hermanaría con un irrompible cordón metafísico las irreverencias tremendistas de Almodóvar y los píos poemas de don José María Pemán y las fantasías anticonformistas de Bertolucci con los discursos 'mismos' de Alessandra Mussolini.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1993.Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

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