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Reportaje:

13 horas del calibre 38

Reconstrucción del descenso al infierno que vivieron los secuestrados de Vallecas

Jan Martínez Ahrens

A Eleuterio, revólver en mano, le acaban de estallar en la cabeza las mil bombas que desata el mono. Echa espumarajos por la boca, vomita y grita. Elena, de 12 años, le mira aterrorizada. Su cuerpo de niña tiembla bajo el jersey amarillo y las mallas rosa. ¡O me dais el jaco [heroína], o los mato, y empezaré por los pequeños!", brama Eleuterio. Desde el fondo de la vivienda en la que se ha atrincherado aúlla otra voz: "¡Pégales un tiro y acabamos de una vez!".

Es Hugo, otro yonqui, el otro secuestrador. Detrás de la puerta se arremolinan los policías. A ellos va dirigido el mensaje.

Han pasado cuatro horas desde que Eleuterio y Hugo entraron -tras atracar una sucursal de Caja de Madrid- en el piso 70, letra J, de la calle de Luis Buñuel, 10 (Vallecas). Y pasarán otras nueve horas hasta que liberen a la familia. Era jueves, 9 de diciembre, y era -es- Vallecas. Elena no olvidará jamás esas caras salvajes. Tampoco su madre, María Ángeles Sanandrés, de 30 años; ni el benjamín, Luis, de 7; ni el bisabuelo de los críos, Amalio, de 87.

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Aquel mediodía María Ángeles y su hija recogían la mesa. Habían comido albóndigas en salsa. Un timbrazo suena. El reloj marca las dos. Luis sigue jugando a las canicas en el comedor. "¿Quién es?", pregunta Elena. "El cartero", le responde una voz imperiosa. Los Sanandrés, acostumbrados a recibir multas por correo certificado, no dudan. Esta vez, sin embargo, la carta vendrá firmada por Eleuterio Sánchez Campos, alias El Lute, de 30 años, y Carlos Hugo Blasco, de 24. Elena abre la puerta al vendaval. Eleuterio, sin soltar el revólver simulado, barre a la niña de un empujón y luego la atenaza. Entra Carlos Hugo y apunta a la madre con un revólver calibre 38 robado al vigilante del banco. Le suelta: "No se preocupe señora, que acabamos de atracar un banco. La policía nos persigue y a usted le ha tocado". "¡Déme un ambientador!", le espetan. María Ángeles les entrega, temblorosa, un aerosol. Los dos intrusos rocían el piso y la puerta para "despistar a los perros".

"¿Cuantos sois?", inquiere Eleuterio después. Hasta el pequeño Luis sabe ya que la voz cantante sale de ese hombre de gafas y rostro sin afeitar que le saca muchos palmos a mamá y que viste pantalón vaquero negro con chaqueta de piel vuelta. "¡Que cuántos sois, cojones!", insiste Eleuterio.

La madre, cogida a sus niños, llora. Explica que también está el abuelo Amalio en un cuarto. "¡Meteros con él", ordena El Lute. Amalio, a punto de acostarse en la cama, apenas se ha enterado. Cuando los ve entrar en tropel, pregunta qué pasa. Ésta es la contestación de la madre: "Nada, abuelo, usted tranquilo, que no pasa nada, sólo que estos señores han atracado un banco y se quieren esconder de la policía". El abuelo verá transcurrir la mayor parte del secuestro desde el lecho. Su habitación, doce metros cuadrados, se convierte en el centro del huracán.

Los secuestradores exigen silencio. "Si llaman, no contestéis", dicen. Aporrean la puerta los policías. Nadie responde.. Tras diversas pesquisas concluyen que allí se esconden los secuestradores. Con agentes de la sección XII (atracos a bancos) de la Brigada de Policía Judicial a la cabeza, comienza el enorme despliegue policial. El piso de un vecino se convierte en centro de operaciones. Escuchas, cámaras microscópicas que atraviesan las paredes y muchos cables. La tarde, para todos, se ata al televisor y a lo que de él sale: geos, periodistas y niebla. Avanzada la noche, vendrá el momento en que vea María Ángeles a su marido, un camionero que llega de Huesca, sorprendido por las cámaras y los focos. Los yonquis bromean: "Pues no es gordo, como todos los camioneros".

Antes de todo esto, hubo momentos amables, sombras de tensión en que el revólver pudo escupir balas, y un personaje más: un teléfono inalámbrico, por donde El Lute y Hugo se comunican. La negociación avanza. Se suceden las marchas atrás, pero sobre las 2.45 de la madrugada María Ángeles sale a la terraza y entrega una bolsa con dinero y los dos revólveres simulados. "Oigáis lo que oigáis no os mováis", ordenan. Cierran la puerta de la habitación donde queda la familia. Se llevan el revólver de verdad. Hablan por teléfono con el hermano de Hugo. Entran en otra habitación. Se oye un tiro. 11 ¡Ay! ¡Mi pierna!", grita Hugo. Una bala le ha perforado la rodilla. Sigue otra detonación. Esta vez grita Eleuterio. El proyectil le ha atravesado el muslo limpiamente. Ambos preferían ir al hospital antes que a la comisaría.

Heridos de bala, regresan a la habitación del abuelo. Entregan el arma a la madre, quien se la pasa a la policía y se dirige a la puerta. Al abrirla, el tirador se engancha. Manos y manos intentan agarrar los dedos que han abierto la puerta. "Fuera las manos, que es ella", dice un policía. "Cuidado, están con los niños", chilla María Ángeles. Cuatro geos y otros tantos agentes de atracos entran arma en ristre en la habitación del abuelo. Allí descubren a Carlos Hugo y Eleuterio con los brazos enlazados a los hombros de los niños. Al oído, los secuestradores les han susurrado palabras de disculpa. Los agentes se los llevan. Son las 3.05. Diez cajetillas de tabaco quedaron esparcidas en la casa.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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