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La virtud de un puente

No podía creer que se atrevieran a destruir el viejo puente de mi ciudad natal. En esta última década del siglo, mientras iba de una ciudad extranjera a otra, no dejaba de evocarlo: ya se habían destruido siete puentes en Mostar y sus alrededores, pero el más antiguo de todos seguía en pie. Era el que había dado nombre a la ciudad (en nuestra lengua, Mostar quiere decir "Puente Viejo"). Uno tenía la impresión de que, a pesar de todo, resistiría a la barbarie, como garante de los valores y de la historia. Creía que, en nombre precisamente de los valores y la historia comunes, se encontraría una solución para salvar lo que aún fuera posible en Bosnia-Herzegovina, ante la guerra fratricida de 1992-1993. Una vez más, fui un ingenuo, como muchos otros. ¿Era demasiado pedir?No sería oportuno disertar en este momento sobre la belleza del viejo puente de Mostar, sobre la audacia de su arquitectura, sobre la blancura de su piedra tallada. Fue construido bajo el imperio otomano, en 1566 según el calendario cristiano, en el año 944 de la Hégira, por un arquitecto llamado Hairudin, de la época de Solimán el Magnífico. Está ligado para siempre a mis recuerdos de infancia y de adolescencia. Lo llamábamos simplemente "el viejo", como si nos refiriéramos a un compañero o a un padre: nos encontrábamos "en el viejo", nos bañábamos "debajo del viejo", los más temerarios saltaban "desde lo alto del viejo" al Neretva, "el río más verde del mundo". Nos parecía el más límpido del mundo. En sus riberas hay rocas planas y elevadas (¡espero que todavía sigan ahí!) que los habitantes de Mostar llaman "grutas": la Verdeante, a la que se aferran las higueras salvajes y el escaramujo; la Horadada, que oculta un peligroso remolino (llamado la Tapadera); el Halcón Grande y el Halcón Pequeño, cerca de la desembocadura de un modesto afluente; el Jefe, que recuerda al muelle de un pequeño puerto adriático; la elevada Duradzik ("meseta", en turco), donde los muchachos se entrenaban antes de atreverse a saltar "desde lo alto del viejo". Las gaviotas que venían del mar se posaban en esas rocas y en el puente mismo. Allí, el mar todavía es el Mediterráneo.

Es allí donde vivíamos desde hace tiempo en buena armonía a pesar de nuestras diferencias. No nos gustaban nada aquellos que venían de las comarcas vecinas, occidentales u orientales, para quienes estas diferencias, especialmente las de tipo religioso, contaban más que nuestras buenas relaciones. A veces, enfadados, los calificábamos de "patanes" o "zafios". Como si ya supiésemos lo que iban a hacemos.

Oriente y Occidente se habían dado la mano en Mostar, tanto en su ser como en su arquitectura. Mis compañeros tenían nombres católicos, ortodoxos o musulmanes: nos distinguíamos unos de otros más por nuestras cualidades que por nuestros nombres. Durante la Segunda Guerra Mundial, un batallón de partisanos heridos y agotados se deslizó por la noche en la ciudad ocupada y devastada por la soldadesca local y extranjera: alemanes, ustachas, chetniks, italianos. Ni uno de los partisanos fue denunciado, y todos pudieron regresar al monte. Estábamos orgullosos de ello: ¿puede existir una prueba mejor de armonía, a pesar de todas nuestras diferencias? La historia confirmó esos valores.

En la historia de la barbarie, los destructores de ciudades y de sus monumentos ocupan el puesto más vergonzoso. El viejo puente era algo más que un monumento de la ciudad de Mostar. Su presencia era probablemente más simbólica que real. Resistió las peores invasiones, incluso los terremotos, tan frecuentes en estas regiones peninsulares. Los "serbios" empezaron a someter a Mostar a bombardeos de artillería, y los "croatas" continuaron haciéndolo. Utilizo las comillas para distinguirlos de los serbios y croatas que no son en absoluto responsables y comparten nuestra vergüenza o nuesto llanto.

Cuando se destruye un puente, la mayoría de las veces queda una especie de muñón en una u otra orilla. Pero "el viejo" se ha hundido por completo, llevándose consigo parte de la roca y de la tierra de Herzegovina. Poco importa ahora quién comenzó el conflicto, quién causó más daños o sembró más muertos en toda la ex Yugoslavia: la culpabilidad de unos no puede justificar a los otros. Cada uno tendrá que responder de sus actos, los verdugos de Vukovar y los torturadores de Sarajevo igual que los destructores de Mostar. Ya no queda ninguna duda: son los guerreros de la llamada Herzeg-Bosnia los que han destruido el viejo puente, causando así un daño irreparable a Croacia cuando el mundo empezaba al fin a conocerla mejor y a considerarla una nación agraviada. Testigos extranjeros dignos de crédito, los mismos cuyos nombres se habían citado para denunciar los crímenes cometidos por los serbios en campos como Omarska, Trnopolie, Odzak o Magnacha, revelaron a la opinión pública la existencia de campos similares en las zonas controladas por los croatas, en Dretelj, Liubuchki, Gabela o en el siniestro "heliódromo", muy cerca de Mostar. Respetar su nación es también estar dispuesto a reconocer los crímenes cometidos en su nombre o bajo su bandera. Ése es tal vez el grado más elevado del sentimiento nacional, la prueba más noble y más dolorosa de la nacionalidad. Y también la más arriesgada.

Aparte de los crímenes de guerra cometidos por las hordas "serbias" de Karadzic y MIadic, satélites de la paranoia de Milosevic, no se puede dejar de mencionar los asesinatos "croatas" perpetrados en Mostar y en la Herzegovina, ni determinados casos de venganzas "musulmanas" en Bosnia central. El comandante en jefe de la "HerzegBosnia", Mate Boban, ese croata indigno , podrá esforzarse todo lo que quiera en presentar la destrucción del puente viejo de Mostar como un incidente fortuito. Recientemente, Boban ha dirigido cartas abiertas, vilmente aduladoras, a Franjo Tudjman, presidente de Croacia, asegurándole que trabaja "por la realización de la visión" de este último. No hemos oído al presidente desmarcarse de esas palabras. No ha condenado como se merece a los destructores de estos monumentos que son patrimonio de los valores y la historia de la humanidad.

El presidente haría bien en presentar su dimisión.

es escritor ex yugoslavo y croata; actualmente vive en París. Su libro Breviario mediterráneo (premio francés al mejor libro extranjero de 1993) ha sido publicado por la editorial Anagrama.

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