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Una hoja de parra para Yeltsin

Los 106 millones de electores rusos acudirán mañana a las urnas para lo que se ha dado en llamar "Ias primeras elecciones libres" en Rusia. A decir verdad, todas las elecciones pluralistas celebradas en ese país desde 1989 se han calificado de la misma manera porque contrastaban con el ritual soviético consistente en una lista única que obtenía el 99% de los sufragios. Más tarde se pudo constatar, sin embargo, que la pluralidad de las candidaturas era una condición necesaria pero no suficiente para garantizar la cualidad de libre de un escrutinio.El anterior Parlamento fue criticado por haber sido elegido en un contexto que no era democrático y no ofrecía a todas las fuerzas políticas igualdad ante la liza. Es probable que al Parlamento que va a ser elegido según las leyes de Borís Yeltsin se le hagan los mismos reproches, y no sin razón. En efecto, el presidente ruso ha puesto en estas elecciones la carreta antes que los bueyes. Ha decretado él solo que Rusia debe tener un Parlamento bicameral (400 diputados en la Duma, Cámara baja, y 176 en el Sóviet de la Federación, equivalente al Senado), y ha definido sus poderes, así como los de las asambleas regionales, que serán muy restringidos. Después inscribió todo eso en una Constitución cuyo texto ha sido hecho público un mes antes de someterlo a un referéndum popular. Él considera fuera de toda duda que todos los ciudadanos honestos van a responder con un sí. Si se equivocara, se encontraría en una situación que, cuanto menos, sería paradójica, pues el edificio parlamentario basado en la nueva Constitución no tendrá ninguna base legal. En buena lógica, habría que reinstaurar la vieja Constitución y, conforme a la vieja legislación, elegir el Congreso de los Diputados del Pueblo y los sóviets regionales, recientemente suprimidos. Además, tal rechazo significaría que el presidente no cuenta con la confianza popular, necesaria para gobernar.

Pero en Moscú se sabe que, incluso si gana el no, Borís Yeltsin no dejará el Kremlin. Con ocasión de su pulso con el viejo Parlamento se arriesgó mucho para lograr la totalidad del poder, convencido de estar investido de la misión histórica de devolver a Rusia su grandeza. Y lo dice sin ambages: "Rusia está habituada a tener un zar o un vojdj (jefe supremo) y hoy lo necesita más que nunca". Si considera que ése es su papel, es seguro que no abandonará su puesto sea cual sea el veredicto de las urnas.

¿De qué sirven en esas condiciones las elecciones libres y el referéndum? Un hombre de la oposición centrista, ex ministro, me respondió sin dudarlo un minuto: "Yeltsin tiene necesidad de una hoja de parra democrática para esconder la desnudez de su régimen autoritario, pero yo no pienso participar en esa farsa".

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Por el contrario, otros han elegido participar y han tenido que trabajar duro para cumplir las condiciones fijadas por el Kremlin. A pesar de los cortísimos plazos, han formado bloques electorales y reunido las 100.000 firmas necesarias para poder optar a los 225 escaños de la Duma que serán distribuidos mediante escrutinio proporcional. La otra mitad de los escaños será elegida por escrutinio mayoritario en cada circunscripción. En el primer colegio se han registrado 1.766 candidatos en 13 listas. Sus nombres, aparte de los de la lista del Partido Comunista, son desconocidos para los electores. En las circunscripciones individuales hay un número casi igual de candidatos (1.567) y en su mayoría también son hombres nuevos. Finalmente, 490 candidatos intentarán entrar en el Senado, que, excepcionalmente, esta vez será elegido por sufragio universal. Cada elector tendrá, pues, cinco papeletas de voto, incluida la de la nueva Constitución, la más fácil de comprender, pues no tiene ni siglas ni nombres que elegir.

El presidente no se ha adherido a ninguno de los bloques, pero sus vínculos con el de Yegor Gaidar, La Opción Rusia, son evidentes e incluso patentes. Así, Izvestia publicó un día el resumen del encuentro de Gaidar con los banqueros rusos que le prometían una montaña de rublos para su campaña electoral a condición de que limitara la actividad de la banca extranjera. Al día siguiente, en el mismo periódico aparecía el decreto del presidente limitando, hasta 1996, los derechos de los bancos no rusos a operar en el territorio ruso. La rapidez de esa decisión presidencial, muy poco habitual en el Kremlin, fue debida al muy elevado coste de los anuncios publicitarios en la televisión.

Uno puede preguntarse por qué Opción Rusia necesita publicidad pagada, ya que sus amigos controlan las dos cadenas de televisión y le hacen publicidad gratuita con tal desfachatez que, según Novedades de Moscú, incluso los electores favorables a Gaidar se sienten molestos, mientras los de la oposición "sienten una rabia casi histérica". La misma situación existe en las televisiones regionales, lo que suscita protestas tan violentas como inútiles, ya que la comisión electoral y las otras instancias ante las que se puede recurrir están estrechamente controladas por amigos, y en ocasiones compañeros de lista, de Gaidar. La doctrina del jefe de los ultraliberales es conocida desde hace tiempo: "El que controla los medios de comunicación de masas electrónicos, gana las elecciones". Pero, por el momento, este axioma no parece verificarse. Por ejemplo, el Partido Agrario, de rotunda oposición y que jamás ha sido mencionado en la televisión, reunió en nada de tiempo 500.000 firmas, el doble de las reunidas por Opción Rusia, y se le augura un éxito seguro que superará ampliamente el voto del campo.

Y eso no es todo. Tras el bombardeo del antiguo Parlamento, el 4 de octubre, la oposición parecía desmoralizada y todo el mundo se pasó al bando vencedor. Hoy ya no es ése el caso, en los programas televisivos con los que cada uno de los 13 bloques se presentan a los electores se han utilizado las imágenes de los tanques disparando contra la Casa Blanca, una forma de acusar a Yeltsin de no haber sabido arreglar pacíficamente el conflicto que le enfrentaba al antiguo Parlamento. El primero fue la Unión Cívica de Arkadi Volski, que se limitó a un sombrío comentario: "Con nosotros tendrán paz civil". Después fue Grigori Yablinski, ex viceprimer ministro de Yeltsin y su temido competidor, que definió el bombardeo del 4 de octubre como "un acto de locura". Finalmente, en nombre del bloque de Nicolái Travkin, otro demócrata intransigente de la oposición, el cineasta Stanislas Govorujin, presentó un pequeño montaje de la jomada trágica bajo el título La gran revolución criminal. Su narraci8n tenía buen número de elementos para alarmar a cualquier telespectador que no conociera más que la versión oficial del acontecimiento. Govorujin reveló, no sólo que ese día el Ejército hizo una verdadera matanza y que los diputados fueron salvajemente golpeados por la milicia, sino también que el Banco Central dio a Yegor Gaidar millones de rublos para pagar primas a los autores de todas esas tropelías.

Era demasiado para Borís Yeltsin. Advirtió a los candidatos a las elecciones que si continuaban criticándole y rechazando su Constitución suprimiría sus programas en televisión. "Les damos un espacio en la televisión para exponer los programas, no para manchar la Constitución y al presidente", dijo. Tras esta amenaza, su portavoz, Viatcheslav Kostikov, intentó un razonamiento más sutil: de los 13 bloques que se presentan a las elecciones, 10 están en contra de la nueva Constitución; esto no es conforme con la democracia, razón por la cual no se debe hablar del referéndum. Algunos ministros, con un celo aún mayor, han dado a entender que si el 12 de diciembre no gana el sí, no habrá otra Constitución, sino la "dictadura del presidente". Sus amigos no hacen ningún favor a Yeltsin al recurrir a tal chantaje, aunque sea a título personal, puesto que involuntariamente demuestran que el escrutinio del 12 de diciembre no es libre, no responde a las normas de una democracia normal.

Es cierto que el canciller Kohl, con ocasión de su escala en Moscú, pidió que "no se pesara cotidianamente y en miligramos el carácter democrático de tal o cual decisión del presidente ruso". Pero, visto desde Moscú, no se trata de miligramos: sus violaciones de las reglas pesan toneladas y no está claro cómo dicho escrutinio puede proporcionar esa hoja de parra democrática que busca para cubrirse.

Al día siguiente de los trágicos acontecimientos de octubre, dos grandes historiadores rusos, Mijail Guefter y Yuri Poliakov, dirigieron un patético llamamiento a Borís Yeltsin para que les permitiera crear una comisión de investigación independiente: "Cuando corre la sangre por las calles de Moscú, estamos todos en pecado y sólo podemos limpiamos enterándonos de toda la verdad honesta y libremente". El presidente ni siquiera consideró útil responder. Sólo ahora parece empezar a darse cuenta de que la victoria del 4 de octubre fue solamente una victoria pírrica. Excepto Yegor Gaidar, todos los candidatos han tomado distancia respecto al famoso decreto 1400 sobre la disolución del antiguo Parlamento, que fue la chispa que encendió la pólvora. Serguéi Chajrai, el viceprimer ministro y cabeza de lista moderado, ha afirmado que estuvo contra el decreto desde antes de ser firmado. Ha dado a entender que el presidente fue empujado a dicha aventura por el ala radical de su equipo, que quiere reconstituir "el partido dirigente" a la vieja usanza, bajo la égida de VIadímir Chumeiko. Pero si ése es el telón de fondo de las sangrientas jornadas de octubre, ¿no tiene razón Stanislas Govorujin al hablar de gran revolución criminal? El hecho mismo de que se discuta agriamente en Moscú y en las regiones, que tienen sus reservas propias sobre la nueva Constitución, no promete a Borís Yeltsin esa victoria electoral que hasta ayer mismo le parecía ya adquirida.

K. S. Karol es periodista francés especializado en temas del Este.

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