Problemas del espía
Para cuando se quiso dar cuenta ya era tarde y lo tenían cercado. No había escape. Por arriba de la calle venía todo un grupo de amazonas uniformadas con abrigos de fieras y por abajo se acercaba un pelotón de hombres cargados de paquetes de Navidad de aspecto peligroso. En la calzada se encontraban todos los coches de la ciudad, atraídos fuera de los establos por la excitación de la paga extraordinaria y el instinto de quemarla cuanto antes, y no había forma de cruzar entre ellos, pues ya algunos se montaban encima de otros en medio de un enorme alboroto. Un guardia de la circulación lloraba.Estudió sus posibilidades. Podía intentar subirse a una farola y podía entrar en un bar, algo que se tenía prohibido desde que dejó de beber. Pero como sus músculos fofos de espía de despacho le exponían al ridículo, entró en el bar, qué remedio.
Era un lugar oscuro en el que se agitaba una compacta multitud que reponía fuerzas antes de volver al frente en unos grandes almacenes vecinos. Ya tenían grandes bolsas con el botín conquistado durante la mañana, pero se hablaban a gritos y se abrían paso a codazos hasta la barra, lo que demostraba que aún les quedaban fuerzas y convicción para seguir comprando. Además, sus billeteras rebosaban de tarjetas plastificadas, esa moderna arma que ha trastornado las leyes y que permite prolongar la guerra en el comercio hasta mucho más allá del agotamiento de los efectivos.
Pensaba quedarse en un rincón para ver si despistaba el peligro, pero no había contado con la retorcida mente del arquitecto diseñador del local, que lo había construido en cuesta para que a la manada no le quedara más remedio que acercarse hasta el abrevadero. Además, seguían llegando guerreros y guerreras armados hasta los dientes, lo qué en este caso no es una frase hecha de novela de Zane Grey, pues algunos, carentes ya de brazos, sujetaban algunas compras con la boca. Sea como fuere, unos y otros ocupaban la vía de retirada y, aliados con el arquitecto, obligaban a dirigirse hacia la barra.
Llegó a creerse perdido. Sabía que si llegaba hasta el abrevadero no tendría valor para pedir un refresco, Se bebería una cerveza, luego otra, y luego saldría con los demás y él solo vaciaría una tienda. Mañana vendría el arrepentimiento, pero quién sabe si tendría fuerzas para comenzar de nuevo.
No estaba dispuesto. No fue tanto el miedo al alcohol lo que le dio fuerzas como el temor a la guerra en las tiendas, una lucha dura y sin cuartel en la que comba tian muchos veteranos y muchas veteranas. Bastaba ver la mirada de acero de algunas de las amazonas para saber que uno no tenía ninguna posibilidad.
De modo que encontró fuerzas para remontar la corriente, vencer la colina del arquitecto y salir a la calle, donde la situación, por inaudito que parezca, había empeorado. El guardia de tráfico debía de haber sufrido un ataque, porque varios conductores lo habían tendido sobre el capó de un Ibiza y le abanicaban con un periódico. Por la calle seguían patrullando amazonas y maridos cargados de artefactos, pero ya no iba a dejar se intimidar. Sucumbiría, quizá, mas desde luego no frente a una caña. Apretó los puños dentro de su delgado abrigo, miró al cielo implorando amparo, como se ha hecho siempre en las guerras, y se decidió a afrontarlos.
Lo consiguió durante por lo menos dos manzanas, tres cuartos de hora. Había recibido quince empujones, veintitrés pisotones y él había repartido lo suyo. Había evitado aplastar a tres niños y había eludido a cinco mendigos profesionales, aunque no a un violinista que lograba contar su tragedia; le dio veinte duros.
Pero estaba agotado. Ya no podía más. Al borde de la rendición, exhausto, en el último momento vio algo que al principio le pareció improbable y luego le insufló unas pocas fuerzas. Se arrastró hasta allí como pudo, empujó la puerta con débil aliento, se subió las solapas para camuflarse en el último tramo y al fin llegó. Alargó la mano con esfuerzo y cogió un libro. Cualquier libro. Una vez abierto por la primera página, respiró; ya a salvo, se bajó con una mano las solapas y se dispuso a esperar en paz el final de la lucha en las calles.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.