Un sonido transparente
La Sinfónica de Boston era, entre las grandes orquestas del mundo, una de las pocas que no habían actuado hasta ahora en Madrid. Visitó anteriormente Barcelona en abril de 1971, invitada por el Patronato Pro-Música para dos conciertos dirigidos por Steinberg y Tilson Thomas y recuerdo una espectacular versión de La valse, de Ravel, una exposición meridiana y perfecta de las Cinco piezas, de Schónberg, además de la Sinfonía Boston, de Hindemith. En tiempos de Monteux asistí al estreno en París de la Sexta sinfonía, de Martinu a cargo de esta orquesta.La formidable formación norteamericana mantiene, a través del tiempo, las mudanzas y las diversas titularidades, su espléndida calidad, la belleza de su sonido -más europeo que el de otros conjuntos americanos, pero sin caer en el denso ideal sonoro propio de los germanos. Los músicos bostonianos tocan con sonido transparente; sus cuerdas son tan prodigiosas como la seguridad ágil, la dulzura tímbrica o la maleabilidad de sus vientos.
Cielo Ibermúsica / Tabacalera
Orquesta Sinfónica de Boston. Director: S. Ozawa. Solista: B. Bonney, soprano. Obras de Dvorak, Vanhal y Mahler. Auditorio Nacional. Madrid, 8 de diciembre.
Desde 1973, la Sinfónica de Boston tiene por maestro a Seiffl Ozawa (Manchuria, 1935) que ha sabido conservar intacta la herencia recibida de sus antecesores a la que imprime el sello específico de su personalidad varia, sintética y delicadamente expresiva. Dones que se anunciaban, inequívocamente, en los primeros triunfos de Ozawa y que a la altura actual de su carrera aparecen en estado de maduración y se manifiestan a través de una técnica sin huella de aprendizaje. Esto es: libre.
Un nuevo Mahler
Nos dio Ozawa y la Orquesta de Boston, con la colaboración de la soprano Bárbara Bonney, una de las mejores interpretaciones que hayamos escuchado nunca de la Cuarta sinfonía, de Mahler. Entendida desde la intimidad y la evocación, realizada con máximo y puntual acierto en cada frase, pasaje o invención instrumental, quedó, al mismo tiempo, firmemente construida en sus formas, sin mengua del carácter narrativo que las anima. El flexible rigor y la sutil penetración poética, características de la partitura más evocadora de lo vienés entre todas las de Mahler, nos llegó con raro y entero poder de fascinación.No es el menor atractivo, ni deja de anticiparse a la modernidad, la constante individualización instrumental, la animación panorámica del paisaje sinfónico con los cantos, motivos, breves diseños rítmicos o melódicos y coloraciones que parecen derivarse de lo que es colorario final, en el cuarto movimiento: el lied sobre textos de Des Knaben Wundernhorn, colección básica de la que nace buena parte del espíritu mahleriano. Asumió la Bonney, su parte vocal, de manera emocionante, inmersa en el ambiente general y adecuando la cantidad, el color y la expresividad de su lírica y tierna exposición al texto poético y a la música que lo transfigura. En el poco adagio todo fue sereno y largo lirismo, libre de retórica en su natural y expresiva comunicatividad.
Antes, el contrabajista principal de la Sinfónica, Edwin Barker, todo un maestro, protagonizó una musical, dominadora y virtuosista versión del Concierto en re mayor, de Johann Baptist Vanhal (1739-1813), autor checo del círculo de Dittersdorf y como obertura, la de Dvorak, Carnaval, inauguró el programa con singular vivacidad y exuberante riqueza tímbrica, agógica y dinámica.
En resumen, una visita de las que difícilmente se olvidan y un Mahler que parecía recién nacido. El triunfo fue clamoroso y alcanza también a los organizadores y patrocinadores del acontecimiento.
Babelia
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