Puente
Al lado del portal de mi casa tienen Jose y Rafa y su perro Romo una clínica del calzado, o sea, una versión pulcra y moderna del entrañable zapatero remendón, y allí acostumbro a pasar muy buenos ratos, de charleta de barrio y, sobre todo, aprendiendo cómo transita la crisis por los pies. Vecinas y vecinos de variada edad y condición acuden con zapatos a los que les han cobrado renovado afecto, en busca de mediasuelas o de tacones, de tintes, plantillas y pespuntes, de toda la compleja selección de cirugía y afeites de que dispone la zapatología actual para alargar la vida de un par y postergar la adquisición de nuevo calzado.Sorbiendo café a la vera del mostrador se aprenden lecciones de microeconomía, que son, al fin y al cabo, las que importan, las que nos conciernen, y a mí se me ha desarrollado una especie de tardío sentido del ahorro, y ahora mismo hay en mi armario menos zapatos de los que he poseído en otros tiempos; un par para diario y otro para vestir, me parece, y no necesito más. Casi he estado a punto de convertirme a la cultura del trueque, fantaseando acerca de conseguir tapas para las botas a cambio de contar una historia, y hasta ganarme el alquiler del piso a cambio de mi propia versión del asesinato de Kennedy.
Pero hete aquí que, este puente, mi zapatero y yo hemos mantenido abiertos él su tienda y yo mi curiosidad ciudadana, y, para pasmo de ambos, nos hemos encontrado con que prácticamente no quedaba nadie en el barrio: fulanito en Estambul, menganito se ha ido a Londres, zutanita aprovechó una oferta y se fue a Londres, y el otro está esquiando en el Pirineo aragonés.
Es decir, que o bien estamos en plan tirar la casa por la ventana antes del desahucio, o es una burrada lo que puede llegar a economizarse en zapatos.
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