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Unir el Eurosur

¿Marcará noviembre de 1993 una fecha esencial en la construcción europea como lo fue julio de 1952, cuando se estableció la primera comunidad económica, la del carbón y el acero, inventada por Jean Monnet? Aunque ya es importante en sí, la transformación de la segunda comunidad en Unión Europea podría serlo todavía más si la inauguración de la misma con las reuniones de François Mitterrand y de Édouard Balladur, primero con Felipe González y después con Carlo Ciampi, no fueran una simple coincidencia y anunciaran una nueva visión de Europa. Estas reuniones plantean cuestiones fundamentales. ¿Ha dejado Francia de olvidar -o de simular que olvida- que es al mismo tiempo una nación del Norte y una nación del Sur? ¿Equilibrará esta doble pertenencia en lugar de sacrificar la primera a la segunda? ¿Se ha dado al fin cuenta París de que Italia es la tercera potencia económica de la Comunidad, por delante del Reino Unido; de que España atraviesa en la actualidad por una crisis de sobrecalentamiento, después de 10 años de extraordinaria modernización, y de que el dinamismo del desarrollo se está. desplazando hacia el Sur?¿Ha comprendido también París que una cooperación muy estrecha entre las tres grandes naciones de la Europa mediterránea es el único medio de limitar las dos tendencias que, sin esa cooperación, correrían el riesgo de romper la Unión Europea proclamada el día 1 de noviembre? En primer lugar, una tendencia hacia una hegemonía pangermánica, provocada por una evolución natural de la que el Gobierno alemán no es responsable. ¿Cómo evitar que los 80 millones de hombres y mujeres reunidos por la reunificación inevitable y justa de la RFA y la RDA no formen un bloque más poderoso que cualquier otro Estado de la Unión, y que éste no se extienda mediante la tradicional influencia sobre Centroeuropa y la solidaridad histórica con Austria? En segundo lugar, una tendencia hacia el Norte, a través de una ampliación que acabará con el actual equilibrio, en el que la Comunidad reúne a siete Estados septentrionales con 173 millones de habitantes frente a un Sur de 174 millones de habitantes repartidos en cinco Estados.

Matemáticamente correcto, este equilibrio resulta ilusorio en términos políticos. La debilidad de los Gobiernos italianos restringe su influencia en Bruselas. La polarización de los Gobiernos de París en la alianza con Alemania debilita su visión del Sur. Esta polarización provocó el reconocimiento prematuro de Croacia y Bosnia que desencadenó la guerra civil en Yugoslavia. Una alianza compensadora con las otras dos grandes potencias mediterráneas podría contribuir a la mediación en curso, en particular a través de una cooperación con Atenas, que presidirá la Comunidad durante los seis primeros meses de 1994. Naturalmente, la solidaridad meridional debe extenderse a los dos Estados de los extremos este y oeste del Eurosur, donde Grecia y Portugal tienen derecho a la solidaridad de sus tres hermanos mayores.

Incluso el equilibrio matemático se ve amenazado por la próxima integración de Austria, Finlandia, Noruega y Suecia, a la que seguirá la de Suiza en poco tiempo: todos estos países añadirán 30 millones de habitantes y cinco Estados al grupo septentrional de los Doce. Un poco más tarde, Polonia, Hungría, la República Checa, Eslovaquia y las naciones bálticas añadirán otros 70 millones de habitantes procedentes de siete países. Después de esas dos fases de ampliación, Europa habrá pasado a tener 19 Estados y 273 millones de habitantes en el Norte, frente a 175 millones de meridionales, procedentes de siete Estados, contando a Chipre y a Malta. Las posteriores aportaciones de Rumania, Bulgaria y los seis o siete países balcánicos restablecerán el equilibrio en el número de Estados y disminuirán la diferencia de población -los habitantes del Sur pasarán a ser 230 millones de personas-, pero no compensarán en absoluto la desigualdad en cuanto al poder político.

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¿Cómo figurarán en la historia las conversaciones francohispano-italianas de noviembre de 1993? ¿Como la paloma que anunció a Noé el final del diluvio o como la golondrina que no hace verano? La respuesta no sólo depende de los Gobiernos, sino también de los pueblos. En toda la Unión, serán ellos los que tendrán la palabra en junio de 1994, cuando se celebren las elecciones europeas. Pero sólo podrán expresarse claramente si los partidos les dan ocasión para ello apoyando los proyectos con acciones concretas, porque hoy las palabras ya no son suficientes. El Tratado de Maastricht permitiría una estrategia eficaz en ese sentido. Al tener un escrutinio por listas que engloba todo el país o varias regiones de gran tamaño, los partidos homólogos podrían presentar en sus listas en Francia, Italia y España a un ciudadano de cada uno de los otros dos países entre sus propios candidatos, con lo que los partidos conservarían el mismo número de diputados electos de su nacionalidad, a la vez que reforzarían su imagen europea y darían un ejemplo excelente de coordinación.

Todas las familias políticas ganarían si se organizaran bajo la dirección de un líder prestigioso. Como único jefe de Gobierno en el poder de los partidos socialistas de los tres países, Felipe González estaría muy cualificado para dirigir su campaña. Si resultara elegido alcalde de Roma, Francesco Rutelli se convertiría en el coordinador natural de los verdes del Eurosur. Como ministra de Estado en Francia, Simone Vell podría agrupar las formaciones europeas de centro-derecha. Ella podría ayudar mejor que nadie a la Democracia Cristiana italiana a permanecer fiel a su función histórica: democratizar la derecha de su país, que en 1945 cargaba con la pesada responsabilidad del fascismo. Después de haber tenido éxito durante casi medio siglo, ¿va a perder el honor en 1993 al negarse a escoger entre un fascismo renaciente y una alianza democrática? La respuesta concierne también a Europa, que necesita una Italia verdaderamente democrática.

Una vez asentada sobre una base popular mediante esta estrategia electoral, la unión de las grandes potencias meridionales debería arraigar más profundamente. En cuanto a las élites intelectuales, es decir, los universitarios e investigadores, los dirigentes de sindicatos y asociaciones, los cuadros de las empresas y de la Administración, podría imaginarse que una serie de jóvenes seleccionados por sus respectivas organizaciones pasaran dos periodos sucesivos de varios meses en los países que todavía les son extranjeros para familiarizarse con la historia, la lengua, la cultura y la vida de los pueblos mediterráneos. La Comunidad, los Estados, las empresas podrían crear conjuntamente una fundación de este tipo. Cuando la Comunidad tenía sólo seis países, el Benelux compensó la debilidad de los Estados pequeños frente a los grandes. En la actual Comunidad de 12 países, que en el futuro será de 20 y más, sólo el Eurosur puede compensar la debilidad de los grandes del Sur frente al poder hegemónico de Alemania y el caballo de Troya norteamericano de Londres, que se rodea poco a poco de pequeños ponis.

es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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