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¡La cultura del aIquitrán!

Juan Cruz

En Madrid hay millones de automovilistas que todos los días hablan de los problemas de sus vehículos con otros automovilistas, que a su vez cuentan lo que pasa con sus coches. Esos apasionados del volante que enrojecen de furia cuando otro se les cruza son voluntariosos padres o madres de familia que en su casa mantienen un candor del que carecen cuando se enfrentan a la terrible realidad del asfalto. Son ciudadanos a los que la ventanilla les agria el carácter, asesinos en potencia, suicidas posibles, gente que vive la cultura del alquitrán -¡la cultura del alquitrán!- como si fuera una droga inasible y carísima.Los coches han contribuido a aburrir a la sociedad contemporánea. Son como la televisión: un tema que iguala todas las tertulias, que hace hablar a todo el mundo en los mismos términos, de las mismas cosas, de idénticas preocupaciones. En Madrid han tratado de disuadir a los automovilistas de utilizar el coche para desplazarse en los trayectos cortos, e incluso en aquellos caminos de cercanías en los que los trenes se supone que son más eficaces. Pero lo hacen todo al revés: la ciudad es un atasco inhumano, formidable, y, para aliviarlo, en lugar de incrementar el gasto en el transporte público construyen nuevas vías en las saturadas autopistas. Aumenta la pituitaria de la gasolina, esa especie de pasión por llegar antes. Manuel Azaña tardaba dos días en terminar su paseo hasta Alcalá de Henares, y mientras iba en el transporte cansino de entonces se escribía El jardin de los frailes. Pero ahora vamos con un inalámbrico en los dedos y tratando de llegar antes de salir.

Yo no sé para qué hacen tantas autopistas. Ante ese desatino brutal que convoca coches en las grandes ciudades habría que hacer una modesta proposición, probablemente para tirarla a la basura: si usar transporte público, incluido el taxi, desgravara, es posible que alguna vez se descongestionara el tráfico y las ciudades serían aquella cosa verde por las que paseaban niños al atardecer de las madres.

Madrid es, por ahora, una ciudad de alquitrán en la que hay un hombre que insulta a otro desde un vehículo. En medio estamos los peatones perplejos. Y al final hay un destino al que la gente quiere llegar a toda costa. Para volver en seguida a toda prisa. ¿Y si no fuéramos a ningún lado y convirtiéramos la ciudad en un parque? Terminarían cobrando la entrada.

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