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La Unión Europea

Cuando escribo estas líneas -1 de noviembre de 1993- nace la Unión Europea, o, lo que es lo mismo, entra en vigor el Tratado de Maastricht. Y nace en un momento en que la profunda recesión económica ha puesto en crisis su propia construcción. No es menos cierto que las fuertes resistencias, errores y vacilaciones habidos en el alumbramiento del Tratado de la Unión, desde el fatídico no danés, han acentuado y acelerado dicha crisis.Esta constatación probaría que el proceso de construcción de Europa y la salida de la crisis económica están unidos y que es un error pensar que existen soluciones duraderas acentuando artificialmente los márgenes de maniobra nacionales y/ o ralentizando la velocidad hacia la unión monetaria y política.

El retraso y la incertidumbre en su aprobación -primero Dinamarca, luego el Reino Unido, más tarde el referéndum francés y el Tribunal Constitucional de Alemania- han facilitado, junto a la crisis, que los especuladores y grandes operadores financieros pusieran ante las cuerdas al conjunto del Sistema Monetario Europeo (SME) y con ello quedase amenazada la propia supervivencia de todo el edificio construido hasta ahora. Quizá lo sucedido vendría a demostrar igualmente que no es posible, sin grandes tensiones, un mercado único, totalmente libre e integrado, con la permanencia de distintas monedas nacionales, que reflejan, a su vez, diferentes economías en grados desiguales de desarrollo. Así pues, alcanzar la moneda única es necesario y urgente. Porque, mientras esta situación permanezca, es de temer que el SME, una de las bases de cualquier proceso de convergencia entre los Doce, estará sometido a los vaivenes de las operaciones especulativas, y no parece razonable dejar en manos de éstos el destino de Europa. Hasta ahora los daños han sido graves, pero no irreparables: una banda de fluctuación del 15%; acentuación de las tendencias nacionalistas; puesta en cuestión del propio tratado; voces solicitando aplazamientos en la unión monetaria. En las actuales circunstancias, lo más realista es, en mi opinión, acelerar el proceso hacia una moneda única y, una vez aplicado en su totalidad el Tratado de la Unión, iniciar un proceso de naturaleza constituyente adaptado a las condiciones de Europa, del que surgiese una auténtica Constitución europea.

En cualquier caso, estamos en un momento decisivo para el futuro de los pueblos de Europa. El derrumbamiento del Este con la unificación alemana, el resurgir de los nacionalismos y la guerra civil yugoslava, la crisis económica aguda, los fenómenos migratorios masivos, han puesto en solfa un proceso que parecía imparable. Quiero seguir pensando que se trata de un proceso irreversible, porque en estos momentos, con mayor fundamento que nunca, sería cierta la hipótesis de que o se produce la unión política de Europa o acabaremos otra vez en el caos que supusieron, históricamente, los interminables conflictos intereuropeos.

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Ante esta cuestión, ninguna persona de izquierda debería equivocarse, aunque algunos se hayan equivocado -¡y de qué manera!- La oposición a Maastricht no ha venido, en lo esencial, por el lado de las fuerzas de progreso, europeístas y que miran hacia el futuro, sino por parte de aquellas fuerzas, tanto de la derecha como de la izquierda, socioeconómicas o políticas, que ven en la Unión Europea una amenaza a su propia existencia, ya sea porque esa unión golpea sus intereses económicos o sus postulados ideológicos caducos, que, ciertamente, no tienen ningún porvenir en una Europa unida. Es una Ingenuidad no ver que la batalla contra el tratado se ha dado, sobre todo, desde los que conciben Europa como un simple pero inmenso mercado y huyen como de la peste de cualquier avance que dé a ésta contextura política. O desde aquellos que piensan todavía en el Estado nación como instituto que mejor defiende sus intereses. La posición, desde la izquierda, ha sido marginal y tristemente ahistórica.

De ahí que las fuerzas políticas de la izquierda tengan que reafirmar, una vez más, que una seña de identidad básica es su vocación europeísta; lo que significa la convicción de que el espacio político real de una estrategia transformadora es el europeo y no el nacional; lo que supone, a su vez, tener conciencia de que es en ese ámbito en el que hay que establecer la adecuada política de alianzas políticas y orgánicas. Alianzas que deben establecerse principalmente con aquellas fuerzas políticas progresistas y de izquierda, decididamente europeístas, que hayan apostado por la Unión Europea y su desarrollo hacia una unión en lógica federal.

Ahora bien, conviene dejar claro que la coincidencia a nivel europeo no quiere decir que se coincida en la política nacional. En todo proceso constituyente como es el europeo se dan coincidencias mayores, consensos más amplios, incluso con fuerzas o personas de diferentes ideologías, lo que permite un mayor grado de coincidencia. Por ejemplo, es notorio que si Europa ha jugado un papel bien triste en la crisis de la ex Yugoslavia, primero contribuyendo al incendio y después no sabiendo atajarlo, no se debe a que la idea de la Unión de Europa haya fracasado, sino a todo lo contrario, a que no está suficientemente unida y no tiene los instrumentos políticos y militares para poder afrontar con eficacia crisis de esa naturaleza. Y en esta apreciación se puede coincidir con muchas fuerzas políticas europeístas. De la misma manera, parece claro que los Estados nacionales que se formaron en Europa a partir del siglo XVI en unos casos y en el XIX en otros no son ya hoy los instrumentos idóneos para hacer frente a los problemas de este fin de siglo, y menos del venidero, lo que no quiere decir que vayan a desaparecer, pero sí a jugar otro papel y sintetizarse, en parte, en una construcción superior. La ralentización en el proceso de la unión política ha acentuado las tendencias nacionalistas no sólo en el enfoque de las políticas económicas -lo que es una ilusión-, sino también a la hora de abordar las cuestiones políticas, lo que puede llegar a suponer un juego peligroso. Una de las lecciones de los últimos cincuenta años de vida europea es que los problemas actuales no tienen ya solución desde la hip5tesis del Estado nación. Que esta estructura jurídico-política ha entrado en crisis y es necesario dar pasos hacia articulaciones más amplias que sean capaces de abordar y resolver las nuevas contradicciones que tenemos delante. Cualquier retroceso hacia un escenario en el que otra vez tuviesen el protagonismo los Estados naciones Si pondría un auténtico disparate. No se trata, repetimos, de que las naciones europeas vayan a desaparecer. Se trata de poner en común las cuestiones realmente importantes que nos han dividido en el pasado: la moneda, la política económica, la seguridad, las relaciones con los otros, etcétera. Y este proceso hay que hacerlo irreversible en tiempo útil, es decir, con la actual generación política en el poder; es decir, con aquellos que hemos sufrido en nuestras propias carnes lo que ha supuesto para Europa la división y el enfrentamiento.

Para España, esta experiencia ha sido doblemente dolorosa. No sólo sufrió por la división de Europa, sino también por su marginación de ésta, lo que la condujo en no pocas ocasiones a transmutar las guerras europeas en guerras civiles. He afirmado en alguna ocasión que España ha vivido siempre en estado de dificultad, desde el punto de vista de su cohesión nacional. La dificultad ha empezado a atenuarse con la democracia, con el Estado de las autonomías. Pero no nos engañemos, sobre todo, con su entrada definitiva en Europa. La unidad europea es la garante de la cohesión de esa nación de naciones que es España, pues ninguna de las nacionalidades que la componen son viables al margen de ese proceso, que, a su vez, sólo es posible protagonizado por el conjunto, es decir, por España. Pero debemos ser conscientes de que si la Unión Europea fracasase, la misma existencia de España entraría en peligro. Al

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La Unión Europea

es diputado de Izquierda Unida y votó al Tratado de Maastricht.

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