La sociedad británica, satisfecha con la condena
Imposible encontrar a alguien, en Liverpool, que no estuviera de acuerdo con la sentencia. Incluso en Walton, el barrio de la tragedia, donde se percibía un amplio sentimiento de compasión hacia la familia Venables, había unanimidad. Sólo disentían los que pedían la horca para los niños, una selecta minoría que el miércoles, ante los juzgados de Preston, se congregó para airear sus más profundos sentimientos: 400 o 500 personas que, a juzgar por sus gritos, hubieran linchado con placer a Robert Thompson y Jon Venables. [El primer ministro británico, John Major, se declaró ayer "sacudido y horrorizado" por el crimen.]La prensa británica habló ayer, también, con una sola voz. Desde el progresista The Guardian hasta el atrozmente reaccionario Daily Star, todos se mostraron satisfechos con la cadena perpetua.
La reacción del público era explicable por varias razones. Desde un punto de vista social, para la sociedad británica el caso Bulger, con todo su dramatismo, suponía bajar tan sólo un escalón más en la escala de división entre el niño y el delincuente.
Se estima que hasta el 80% de los delitos registrados en el Reino Unido son cometidos por personas menores de 18 años. Se trata, en su gran mayoría, de delitos leves, como el hurto en tiendas o el desvalijamiento de automóviles, bastantes de los cuales no llegan siquiera a denunciarse a la policía. Pero la percepción popular, gradualmente, va estableciendo una cierta relación entre juventud y delincuencia. Esta vez, no tenían 16 años, sino 11; para mucha gente, la cuestión se resumía en la frase "cada vez aprenden más pronto". Un simple ajuste en la escala.
Crisis social
Algo quedaba oculto tras el trauma general y la reacción popular. Por más que se intentara, muy lógicamente, disipar el sentimiento de culpabilidad colectiva extendido por Liverpool, lo cierto es que el crimen sucedió en Liverpool. Quizá podía haber ocurrido en cualquier otra ciudad, pero los niños que asesinaron a otro niño vivían en Liverpool y allí cometieron su crimen. El desempleo, la desesperanza, el ocio forzoso e interminable en la ciudad que mejor representa la endémica crisis económica y social del Reino Unido, formaron parte del cuadro general del crimen.Aún más oscuro era otro sentimiento: el de que existe una veta profunda de violencia reprimida en la sociedad británica o, más estrictamente, en la inglesa. Como símbolo, todavía mejor que los hooligans futbolísticos o las batallas campales en verano, queda La naranja mecánica, la novela del difunto Anthony Burgess, trasladada al cine por Stanley Kubrick. El Reino Unido fue el único país de Europa occidental donde la película tuvo que ser prohibida para evitar la imitación por parte de los espectadores, y sigue sin poder exhibirse por voluntad expresa de Kubrick.
Desde un punto de vista psicológico, extrapolable a cualquier sociedad, la satisfacción con la sentencia era comprensible para cualquiera que tuviera hijos: debía poder mirarles sin pensar que ellos podrían también cometer barbaridades, quizá incluso asesinar.
Para los padres, los hijos deben ser necesariamente buenos, igual que, con cierta simetría, para los hijos, los padres deben ser necesariamente castos.
Hacía falta autoconvencerse de que Thompson y Venables eran especiales, malos, y que bastaba apartarlos de la vista pública para que el orden quedara restablecido. El mito de la inocencia infantil, poderosamente enraizado en la cultura occidental desde el enciclopedismo francés del siglo XVIII, impide unir las palabras niño y asesinato. Hay que pensar en algo exterior, algo exorcizable, un mal ajeno a nuestros hijos. Algo parecido a eso hacían ayer los británicos.
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