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¿Quién hará política internacional?

Ranke afirmaba que la política de veras es la política internacional. Ello no debe servir para buscar en el exterior los sucedáneos e incluso las justificaciones a la inactividad doméstica, sino, antes al contrario, para comprender que los grandes problemas domésticos tienen una dimensión internacional. Si la flota pesquera faena o no, si se destruye o remoza nuestra agricultura, si se lucha eficaz o estérilmente contra la droga, son opciones que penden de una buena negociación con terceros. Sin política exterior no hay política alguna.Y como también decía Ranke, la política exterior es una política de poder cuya pureza no queda empañada por los accidentales contenidos económicos, culturales o de seguridad. Más aún, cuando se consideran prioritarias tales cuestiones no debieran olvidarse que sólo pueden de verdad comprenderse y abordarse desde una política de poder, incluso si es de colaboración entre los poderes, como propugna una visión "liberal" de las relaciones internacionales.

Los desafíos económicos que hoy plantea la cuenca del Pacífico y que ponen en tela de juicio el sistema industrial y social de Europa, la presión migratoria desde la antigua URSS y, más aún, desde el norte de África, la gigantesca erosión medioambiental que tiene lugar en el trópico, son novísimos problemas de los que sólo puede dar cuenta el poder político y sus instrumentos estratégicos, sea cooperando, sea confrontándose. Que esto último resulte peligroso en extremo no quiere decir que no pueda resultar inevitable, y de ahí que sea aún más peligroso excluir la hipótesis, tan indeseable como posible, de la confrontación y no estar preparado para gestionar primero y afrontar después la crisis.

En política exterior se puede ser realista o liberal -yo creo que, mejor aún, ambas cosas a la par-, pero no hay nada menos realista, y a la vez más contraria a la cooperación entre los pueblos, que la renuncia a la dimensión exterior de la política.

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Cuestiones como las consideradas sólo serán abordadas positivamente si los Estados, y en especial las grandes y medianas potencias, que, con cuantas reservas se quiera, siguen ostentando el poder político y estratégico, decidan preocuparse y ocuparse de la política internacional. En caso contrario, se corre el riesgo de que tales problemas dejados a si. mismos lleguen a ser incontrolables. Si la "mano invisible" puede, a largo plazo, llevar a una nueva división internacional del trabajo o a un nuevo equilibrio demográfico mundial, no debe olvidarse que la "mano de la justicia", símbolo del poder político, puede y debe evitar los cataclismos que, a corto y medio plazo, los desajustes económicos y sociales que tales desequilibrios llevan consigo pueden causar.

No otra es ni ha sido la tarea de la mejor política intemacional. La que, por ejemplo, trató y durante un siglo (1815-1914) consiguió encauzar los desajustes y desequilibrios entre legitimidades, sistemas constitucionales y apetencias y capacidades territoriales.

Cualquiera que sea el modelo hacia el que se oriente el llamado nuevo orden internacional (hegemonía o bipolaridad sólo transitoriamente excluibles, equilibrio, concierto), no será posible sin ese compromiso activo de los Estados en colaborar, en disuadir las perturbaciones y promover un mínimo de valores comunes. Sin ello no habrá política internacional.

Ahora bien, todo parece apuntar a que quienes podrán y deberán asumir tal actitud de compromiso se orientan consciente o inconscientemente en sentido contrario. La tendencia hacia neoproteccionismos continentales como irradiación de los nacionales es síntoma de ello.

En efecto, el ensimismamiento es la actitud a la que están abocados Estados Unidos, Japón y Rusia.

Los primeros, en virtud de la fatiga histórica, la exigencia del dividendo de la paz y el cambio de nivel social que llevó al poder al presidente Clinton. El resultado es la prioritaria atención a los propios problemas domésticos, que parecen agotar en la nueva mentalidad el "interés nacional".

Japón, porque la modernización de su sociedad, con el consiguiente cambio de valores y estructuras sociales, va a crearle problemas suficientes en la demografía, el mercado laboral, la capacidad financiera o el sistema político como para absorber toda su atención y energía. La grandeza nipona no se basa en los recursos naturales, sino en la disciplina (jerarquía y austeridad) social. Si el ocaso de tales valores es inevitable, y a juicio de muchos aun deseable, la capacidad de Japón habrá de ser revisada a medio plazo.

Rusia, porque sin perjuicio de mantener la capacidad y el status de gran potencia, la gravedad de sus problemas internos de todo tipo la mantendrá alejada de la actividad internacional, salvo que un indeseable y peligroso vuelco buscara en el "activismo" -algo bien distinto- una compensación psicológica.

En estos tres vértices del poder mundial, la democratización plena, creciente o incipiente, según los casos, de la vida política lleva a una misma consecuencia:

Ias masas no se interesan ni se dejan interesar por una política que, como la exterior, les parece lejana. Les preocupan sus necesidades cotidianas, imponen a sus líderes tales preocupaciones y, como demuestra la derrota del presidente Bush, rechazan a quien no las comparte.

Y de Europa, ¿qué? Los analistas más solventes señalan que la Comunidad debería ser el cuarto vértice de un directorio mundial. Y, sin embargo, ello no es así, en un doble sentido. Por una parte, la CE no tiene ni puede tener una política exterior y de seguridad común (PESC). La retórica de las declaraciones de las sucesivas cumbres no llegan a suplir la falta de acción ni a ocultar la radical disfuncionalidad de sus periódicas propuestas para la decantación de actitudes comunes. Ello es así porque sin un cuerpo político no hay una política que, como la exterior y de seguridad, comprometa la existencia de la propia unidad política. Y Europa no es tal; no es una nación. Los intereses políticos, económicos y estratégicos de los Estados comunitarios son heterogéneos entre sí, tienden a serlo cada vez más y lo serán más aún según se amplíe la Comunidad. Por ello escasearán las posiciones comunes realmente operativas en cuestiones realmente trascendentes.

Ahora bien, la inexistente PESC sirve de excusa para que los grandes Estados europeos tampoco tengan una política exterior nacional y, como apunta el caso británico (especialmente relevante), tampoco de seguridad.

Las modernas democracias europeas cada vez encuentran más difícil atender al exterior cuando sus masas reclaman mayor dedicación doméstica de los escasos recursos disponibles. Si la guerra fría permitió mantener tenso el arco, su término lleva a reclamar con mayor ahínco el difuso dividendo de la paz y no sólo debe subrayarse en términos presupuestarios.

Por ello se proyecta sobre la Comunidad lo que no se tiene ánimos de hacer. Pero como la PESC no existe, el resultado es la carencia de una verdadera política exterior, no sólo de Europa, sino en Europa. La crisis yugoslava, donde la Comunidad no actúa y los Estados miembros tampoco, ni se atrevieron a decir por qué -y no faltarán argumentos para ello-, es el ejemplo más sangrante, pero no el único.

Y eso ocurre precisamente en un mundo globalizado, donde junto a los "ensimismados" miembros natos del directorio mundial pululan más y más "alterados", ajenos a los valores y a los condicionamientos democráticos. La consecuencia es que si los Estados responsables no hacen política internacional, ésta se hará de modo irresponsable.

En su juventud, J. F. Kennedy publicó una obra, ¿Por qué dormía Inglaterra? El despertar fue atroz. Hoy convendría repetir la preguntar para evitar la respuesta de los hechos.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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