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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Frente a la memoria

Eduardo Arroyo

Retratomatón.

Retratos 1953-1993. Galería Gamarra y Garrigues. Doctor Fourquet, 10 y 12. Madrid. Noviembre y diciembre.

Causan vértigo. Todos esos rostros encaramados a la pared, tapizándola; demasiado individualizados para convertirse en multitud, en otro muro tranquilizador de rostros anónimos, indiferenciados e indiferentes.Son 319 retratos, fruto de la pasión obsesiva del pintor Eduardo Arroyo por las jetas ajenas, historias de amor y odio fechadas entre 1953 y 1993, toda una vida enfrentando cara a cara a los otros. Pese a que, vistos así, todos de golpe, la cosa corta el aliento, no debieran constituir una sorpresa.

De hecho, ya a principios de los setenta, Arroyo presentó en París otra muestra centrada en el retrato. Fueron entonces, en su mayor parte, retratos de amigos pintores; un pintor mirando a otros pintores, mirando, más allá de otras pinturas, a los tipos que comparten la misma, extraña, manía del que mira.

Y aún hay más. Si evocamos toda la trayectoria artística de Arroyo -la del pintor tanto como la del escritor- la reconoceremos atestada de retratos, directos o indirectos.

Retratos de futuros emperadores y de pintores de cámara, de suicidas y tiranos, de bailaoras y púgiles noqueados por el reverso de la gloria. Pintor de historia y de historias, compulsivamente empeñado en rastrear tras la fachada de las imágenes, desenmascarándolas, ya sea la miseria del mito como el esplendor de quienes le fascinan, Arroyo ha hecho un arte complejo y laberíntico de ese leer en el espejo de otras caras la escritura del alma.

Para muestra, bastan estos 319 retratos que hoy rodean al espectador, visión del arca en la que Arroyo preserva del diluvio del olvido la memoria de la vida y de sus fantasmas personales.

No todos son del mismo pelaje, ni por los mismos méritos se han hecho acreedores a que el pintor los tuviera en cuenta, pues esta galería de personajes abarca desde el tenebroso torturador Creix hasta Walter Benjamín, de Pluto a la Piquer, pasando por Baudelaire. Y a tal ramillete de caracteres el pintor corresponde, como debe y acostumbra, con un sinfín de juegos de lenguaje, caligrafías que se ajustan a cada identidad y al espacio imaginario de su rostro.

Con astucia, el Arroyo escenógrafo ha declinado a su vez la tentación de un montaje disciplinado y castrante, optando, para ese su teatro mnemónico de la pasión y los afectos, por una mezcla entre La galería de pintura del archiduque Leopoldo Guillermo y el batiburrillo del stand de feria. Y, de nuevo, la cosa puede resultar engañosa, sobre todo al espectador aturdido por tamaño caleidoscopio de caras. En su heterogeneidad y su aparente disposición caótica, estos retratos son, a la postre, piezas de un mosaico, de un rompecabezas -y nunca mejor dicho- que compone una imagen mayor, un rostro oculto y fragmentado entre muchos otros, la propia efigie del pintor, de aquel que se mira, en el tiempo, para reconocerse a través de tantos espejos dispares.

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