El intervencionismo en los años noventa
El conflicto en Somalia entre las fuerzas de la ONU -y en particular de Estados Unidos- y las del general Aidid, la discusión sobre qué implicación debería tener la comunidad internacional en Bosnia y el debate en Estados Unidos sobre Haití son tres casos de los múltiples que sitúan al intervencionismo militar como cuestión de máxima actualidad. Conceptos como soberanía, autodeterminación, derecho de injerencia y genocidio están vinculados a esta discusión que se lleva a cabo en ámbitos como la ONU, el Gobierno de Estados Unidos, la Comunidad Europea, la OTAN, organizaciones de ayuda humanitarias y en la conciencia de millones de personas. Los medios de comunicación muestran a las víctimas de Sarajevo y del hambre en Somalia, y se genera el síndrome de "tenemos que hacer algo" en los ciudadanos espectadores, poniendo a muchos Gobiernos (incluido el español) frente a la posibilidad de ser condenados si no intervienen de alguna manera para detener hambrunas o genocidios de minorías, pero a ser criticados si después de intervenir comienzan las bajas.Casi 70 Estados calificados por la ONU como "débiles" sufren desintegración interior y marginalidad creciente respecto del exterior: sus sociedades están fragmentadas y muchas veces enfrentadas entre sí, las estructuras políticas y económicas son casi inexistentes, y las personas (que dejan de ser ciudadanos) deambulan entre la supervivencia violenta y la emigración. A ese cuadro en el llamado Tercer Mundo se suman los conflictos étniconacionales en la antigua URSS y parte de Europa oriental, en particular en la antigua Yugoslavia.
La cuestión del intervencionismo es urgente por cuatro razones:
1. Las hambrunas y genocidios no son especulaciones teóricas (como ocurría con la posibilidad de una guerra con la antigua URSS), sino realidades que implican la muerte cotidiana de centenares de personas y el agravamiento exponencial de las causas de esos problemas. Así, no promover una solución justa en Bosnia, o permitir que triunfe el uso de la fuerza impuesta por serbios y croatas, acelerará las crisis en Kosovo y Macedonia. En otro continente, la extensión de la guerra en Angola provocará más miseria y un flujo de refugiados que pesará sobre los países vecinos.
2. No se cuenta ni con la suficiente teoría sobre cuándo y cómo intervenir en una causa justa, ni con la adecuada preparación técnica militar. Las fuerzas armadas de casi todo el mundo estaban entrenadas para otros fines (combatir al Pacto de Varsovia o a la OTAN, represión interior en las dictaduras, o luchar potencialmente contra los vecinos) y no para asumir operaciones de mantenimiento o imposición de la paz. Somalia es el caso de un objetivo justo (crear las condiciones para favorecer la distribución alimentaria), pero realizado con unas fuerzas sin preparar y una estrategia incorrecta.
3. Se corre el riesgo de cometer un doble error. Por un lado, no prestar la suficiente atención a conflictos que amenazan la seguridad en regiones concretas, pero que pueden tener trascendencia global (Bosnia o Angola). Por otro, se sobredimensiona el peligro que presentan para Occidente países o grupos sociales que pasan a convertirse en supuestas amenazas. En función de ellas se orienta la mayor parte del gasto en defensa y la preparación estratégica y técnica. Es el caso del islam, percibido en su conjunto, y sin matices, como un enemigo. El influyente Samuel Huntington, de la Universidad de Harvard, suma a "los peligros del islam" el del "confucionismo", indicando que se inicia en la era de los "conflictos civilizatorios" para los que hay que estar preparados militarmente. Sustituir al enemigo soviético por el islámico sin profundizar, y confundir conflictos reales con amenazas supuestas, ayudará al rearme, pero desvirtuará el debate sobre el derecho de injerencia justo y el intervencionismo injusto.
Este doble error, de inhibirse ante graves conflictos y especular y gastar dinero público sobre otros hipotéticos, es crucial, porque, si fallan los análisis y se priorizan los prejuicios acerca de qué alcance tienen algunos actores internacionales (sean países, líderes o comunidades) y cuáles son, o no, amenazas reales y contra quiénes, entonces se distorsionarán los objetivos y será dificil diferenciar entre un intervencionismo ético-humanitario (protección de minorías), el pragmático (evitar que un conflicto incendie una zona mayor) y otro selectivo-económico (asegurar los intereses económicos del actor o actores que practican la intervención) o meramente legitimador (intervenir para dar una imagen de Gobierno fuerte a su opinión pública).
Esto es todavía más grave cuando se trata de redefinir grandes estructuras asediadas por el peso de la inercia burocrática y corporativista como la ONU, la OTAN o las fuerzas armadas de cualquier país. La inercia (manifestada en políticas de adquisiciones y en elaboraciones estratégicas) avanza en contra de cualquier cambio de funciones para fuerzas armadas que deben pasar de una concepción de defensa de la soberanía nacional a otra vinculada a la seguridad global.
Esta tendencia a no acertar a ver para qué se está interviniendo, y cuánto, se hace evidente en Somalia y Bosnia. Mientras que en el primer caso el presidente Bush se despidió con una operación que consideró fácil primando un optimismo paternalista (no podía fallar la alta tecnología y la Delta Force contra las tribus) que ha terminado desvirtuando la operación de la ONU, en Bosnia ha sobrado cautela. A la espera tácita de que Serbia y Croacia ganen la guerra, varios Estados (incluyendo al español) que no dudaron en comprometer fuerzas, armas, dinero, bases y discursos para defender la soberanía de Kuwait, y que han vendido armas a amigos y enemigos, sólo han encontrado dudas, peligros, problemas y desavenencias a la hora de proteger a los bosnios musulmanes y a una concepción multiétnica del Estado, o dejar que se defendieran, limitándose a enviar a un número exiguo de fuerzas desamparadas ante la potencia serbia y croata.
Así se pierden dos oportunidades complementarias: la de haber sentado el precedente de ayudar a la reconstrucción de la sociedad somalí a través del desarme y la ayuda humanitaria; y la de haber levantado una barrera en Bosnia contra cualquier otro intento de líderes belicistas al estilo de Milosevic, Karadzic o Tudjman de destruir sociedades multiétnicas y de conquistar territorios a través de la fuerza. El precio que pagará la comunidad internacional, en particular la credibilidad de la ONU, por la sobrerreacción militar en el primer caso y la inhibición cínica en el segundo será muy alto.
La discusión sobre un nuevo intervencionismo precisa un consenso entre los Estados, en el sentido, que los derechos humanos (en especial, genocidios de minorías) y las hambrunas, por citar dos cuestiones, tienen un impacto global y no son cuestiones internas en las que la comunidad internacional no tiene nada que decir. También, que no hay Estados, débiles o fuertes, que puedan enfrentarse solos a estos problemas. Y que la injerencia militar tradicional para defensa de intereses económicos de uno o varios Estados es ilegítima y suele agravar los conflictos.
Se precisa redefinir el compromiso global con los derechos humanos, y una política que combine situar históricamente los conflictos para conocer las responsabilidades y evitar futuros errores, explorar formas de cooperación antes de que se produzcan los enfrentamientos reforzando a la ONU y a la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) en los mecanismos de prevención, negociación, mediación e intervención, inclusive militar, si fuese necesario. Si la comunidad internacional perfeccionase sus mecanismos preventivos, el debate sobre el intervencionismo pasaría a un importante pero segundo plano.
coordina el área de paz del CIP (Madrid) y es director adjunto del Transnational Institute (Arnsterdam).
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