Noviembres de Madrid
El mes ha comenzado con una muestra de cortesía con los difuntos (crisantemos y flores de tela) y un Tenorio que ya no sabe si hacerle a doña Inés la pregunta de "¿No es verdad, ángel de amor ... ?" cuando ya doña Inés está fuera del claustro y del desmayo. Y es que en noviembre, mes de las ausencias, toca hacerse las preguntas difíciles, para luego, en los 11 meses que restan, proponernos las fáciles.Recuerdo las que se hiciera y respondiera el último noviembre de su vida el primer romántico madrileño de la calle Segovia, Mariano José de Larra, en El Español en 1836: %Dónde está el cementerio? Madrid es el cementerio. Pero vasto cementerio donde cada casa es el nicho de una familia, cada calle el sepulcro de un acontecimiento, cada corazón la urna cineraria de una esperanza o de un deseo". (Un siglo y cuatro años después, Dámaso Alonso alteró sabiamente una noticia acerca del millón de habitantes que en ese tiempo tenía la capital para, en su libro Hijos de la ira, afirmar que Madrid era "una ciudad de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas").
Pasado un siglo y medio, leo este noviembre la reciente y estremecedora novela Madrid 1940 (Memorias de un joven fascista), de Francisco Umbral, donde las calles de Madrid de inmediatísima posguerra son tasadoras de la violencia del entomo, propagada en el meollo de la barbarie represiva y de la eufórica victoria, a través del protagonista, Mariano Armijo, periodista del equipo de Juan Aparicio ("un Mussolini de paisano"), marcado por la impaciencia de llevar a la práctica unos "ideales" falangistas digeridos perversamente con sed de venganza hasta el delirio, la delación criminal y el ultraje del débil.
Madrid 1940 es un lúcido friso creado "al paso alegre de la paz" sobre las malas andanzas y amores de Armijo con mantenidas tísicas y marquesas apócrifas de Club de Campo. La tertulia del café Comercial de Dionisio Ridruejo, a la sombra de un whisky, a mitad de camino entre la disidencia de aquel sueño democristiano y la División Azul. El desfile de escritores de uniforme y bota entre la calle Alcalá y el café Gijón. Y el bajopalio del general en la catedral que mandara bombardear meses atrás. Una violenta, esperpéntica y apasionante escritura -ésta sabe ser retrato intenso del infierno y nombrar la microscópica pero creciente energía de la esperanza- que leo y releo, con sus muertes en serie, este noviembre de Madrid.
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