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¿Valía Ia pena tanto esfuerzo?

Jorge G. Castañeda

Más allá de su desenlace, la larga batalla por el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA, en EE UU) dejará huellas profundas en, por lo menos, dos de los tres países a los que afecta. O mejor dicho, debido a la forma en que se dio dicha batalla en Estados Unidos, marcará por mucho tiempo tanto a esa nación como a México. En las secuelas de la honda división que provocó el NAFTA en la sociedad, la política y la cultura norteamericanas conviene buscar los efectos más duraderos y significativos de lo que al inicio era sólo un convenio comercial.Por lo menos desde la década de los treinta y las grandes reformas del Nuevo Trato de Franklin D. Roosevelt -sistema de pensiones, legislación del derecho de huelga y de contratación colectiva, salario mínimo-, la contienda por el Acuerdo o Tratado de Libre Comercio (TLC, en México) es la primera disputa en Estados Unidos que adquiere una clara connotación de clase. Tradicionalmente y a diferencia de Europa, por ejemplo, o de América Latina, en Estados Unidos los grandes cortes y debates eran de índole temática o ideológica, mas nunca revestían un carácter de clase contundente. En las terribles divisiones que sufrió la sociedad norteamericana en torno a la guerra de Vietnam, o más recientemente con relación al aborto, por ejemplo, en ambos bandos figuraban pobres y ricos, obreros y patrones, blancos y negros, demócratas y republicanos, etcétera.

No es el caso en lo tocante al TLC. Por primera vez, las élites norteamericanas se hallan completamente unificadas: a favor del libre comercio con México están demócratas y republicanos, empresarios, ex presidentes y ex secretarios de Estado, premios Nobel y juntas editoriales de los grandes medios, banqueros y políticos destacados. A la inversa, en contra del convenio se han unificado las masas en su totalidad: todos los sindicatos, todos los grupos de defensa del consumidor, las más nutridas agrupaciones ecologistas, las organizaciones negras y los diputados y senadores más directamente vinculados en términos electorales a esos sectores. Las Iglesias, los grupos de base, la vieja izquierda estadounidense: todo lo que se acerca a lo popular, lo pobre, lo excluido, se encuentra tan unificado en contra del tratado como lo están a favor los sectores más poderosos del país. Sólo el multimillonario Ross Perot, excéntrico representante de un electorado obrero y de clase media desplazada, constituye una excepción parcial, acompañado por algunos empresarios del textil aislados y vilipendiados por sus pares incluso dentro de la misma industria.

Es esta característica la que le ha impuesto un giro inédito al debate sobre el NAFTA en Estados Unidos. Ha provocado divisiones más hondas, heridas más dolorosas y pasiones más encendidas que otras disputas, y en proporciones que rebasan de lejos lo que los atributos intrínsecos del asunto realmente ameritan. Ha opuesto a un presidente a su partido, a una élite que siempre pudo ocultar su existencia a masas que nunca se configuraron como tales en una contienda política, intelectuales dizque progresistas con sus antiguos aliados de la lucha contra las guerras de Vietnam, de Nicaragua, de El Salvador.

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Si se tratara únicamente de un problema interno de Estados Unidos, las repercusiones serían, después de todo, sólo asunto de los americanos. Pero como el convenio es entre tres, y sobre todo con México, de manera inevitable las peculiaridades de la discusión inciden en las ventajas y los inconvenientes del pacto para el país vecino. Aquí yace el aspecto más trágico quizás de toda la aventura para México. En la medida en que las coaliciones tradicionales de Estados Unidos para lograr la aprobación de acuerdos internacionales se desvanecieron, el presidente Bill Clinton tuvo que ir consiguiendo voto por voto la ratificación. Y esta táctica de menudeo legislativo implicó concesiones mexicanas a cada diputado norteamericano, producto por producto, sector por sector, Estado por Estado.

De tal suerte que las autoridades mexicanas se vieron obligadas a compromisos posteriores a la negociación del tratado propiamente tal, y que destruyeron el frágil equilibrio anteriormente logrado, ya de por sí sesgado a favor de Estados Unidos. En una serie de rubros en los que México podía resultar competitivo en Estados Unidos -o dentro del mercado mexicano- fue preciso realizar concesiones que satisficieran las necesidades políticas de los legisladores norteamericanos. Fue el caso del jugo de naranja, a las exportaciones del cual México aceptó fijar un tope, para complacer a los diputados del Estado de Florida. Fue el caso del azúcar de caña: se aceptó un techo a las ventas a futuro al mercado norteamericano a cambio del voto de los diputados de Luisiana. E, indirectamente, fue también el caso de las exportaciones de hortalizas estacionales mexicanas a Estados Unidos. Del mismo modo, el Gobierno del presidente Carlos Salinas se vio obligado a acelerar la desgravación -es decir, facilitar el acceso al mercado mexicano- de productos americanos exportados a México que enfrentaban una verdadera competencia: vidrio plano, vino, enseres electrodomésticos, productos oleaginosos. Y en los últimos días previos a la votación en Washington hubo que entablar negociaciones sobre las tradicionales exportaciones de jitomate al mercado norteamericano, y, peor aún, sobre la repatriación forzada de los presos mexicanos encarcelados principalmente en California para cumplir su sentencia en México, a costa del erario mexicano.

Debido a esta dinámica del uno por uno, las ventajas del TLC para México fueron menguándose y el coste paulatinamente se elevó. Cada vez más, resultó necesario renunciar a logros anteriormente conseguidos, y pagar a precios onerosos las conquistas que se pudieron conservar. Como todo indica, este proceso mediante el cual las ventajas del tratado para México van siendo carcomidas como resultado de la lucha interna norteamericana no concluye con la votación por el Congreso de Washington, la duda queda abierta: ¿valía la pena tanto esfuerzo, tanto tiempo y tribulación para alcanzar tan poco?

es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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