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El Rastro de Schnabel

Julian Schnabel mantiene con España una historia pasional; una historia que viene, además, de largo.Muy lejos queda ya aquella estancia juvenil del pintor en Barcelona y la revelación decisiva que los mosaicos de Gaudí le brindaron entonces, como detonante de una pintura que irrumpió en el panorama neoyorquino en el umbral de los años ochenta para dar curso a una de las apuestas más deslumbrantes e intempestivas de la década. Desde aquel coup de foudre, España se ha cruzado una y otra vez en el camino de Julian Schnabel, tanto en el de la vida como en el de la obra, esos dos planos que, en su caso, forman, de un modo particular, un tejido indisociable.

Y, en cada caso, esos encuentros, biográficos o creativos, han correspondido a situaciones y maneras de turbulenta intensidad. No podía ser de otro modo, ni por la personalidad romántica y desmedida del artista ni por la naturaleza del vínculo que desde hace tanto tiempo mantiene con este país, que persigue precisamente, entre la identidad del mito y el tejido de la vida, cuanto entre nosotros queda todavía de desgarro.

Julián Schinabel

Ga lería Soledad Lorenzo. Calle Orfila, 5. Madrid. Abierta hasta el 16 de diciembre.

Este ciclo de grandes telas, pintadas durante el pasado invierno, testimonia uno más de esos encuentros españoles de Julian Schnabel. No debiera extrañarnos la elección que le da origen, esa arrebatada evocación del Rastro madrileño. Muchas razones lo avalan, por descontado, como escenario capaz de embrujar el ánimo de este artista. En primer lugar, por esa torrencial turbulencia multicolor que en él cobra, en el cenit de una mañana de domingo, el pulso de la vida madrileña. E, íntimamente ligado a ello, el inefable cuadro escénico, canalla, inverosímil y veraz, que compone su fauna más propia, incluso con personajes incorporados desde la febril capacidad para la invención del pintor.

Deslumbrante mosaico

Unos y otros -putas esquineras, carteristas, pitonisas o asesinos, malabaristas y encantadores de serpientes, vendedores itinerantes de quincalla y de ilusiones- son el alma de un esperpento en el que Julian Schnabel reconoce y recupera sus propios fantasmas interiores. Y son también, de algún modo, el reflejo encarnado de otro factor no menos decisivo en la elección del artista norteamericano, la naturaleza de los objetos que definen el magma del viejo mercado callejero madrileño, objetos que arrastran consigo el peso y la estela de una existencia anterior, como ocurre siempre con los materiales que sirven a Schnabel para construir su obra.Y el resultado es, a todas luces, deslumbrante. La memoria de la vida en sus aristas más crudas, en la celebración. y comercio de sus despojos, componiendo un mosaico palpitante, en perpetua ebullición, entreverado con la certeza de la muerte. Sobre el espacio de la tela, la mano del pintor traza los signos que definen la naturaleza, equívoca, de sus héroes; sus dedos extienden, generosa y abundante, la materia de color.

El gesto, la densidad, gamas y texturas, excitan aquí, junto con la vista, resonancias que apelan a otros sentidos. Al tacto, desde luego; mas, por igual, a una ilusión que agobia al olfato y hasta al oido. Un rumor sordo y continuo que se hace amenazante; un aroma empalagoso que acompaña a la plenitud de la existencia hasta una sospecha de putrefacción.

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