Modernidad y excremento
"La moda", escribió Walter Benjamin, "es el rito con el que exige ser adorado el fetiche que es la mercancía". Para Du Camp, la moda es la búsqueda siempre inútil, a menudo ridícula, a veces peligrosa, de una belleza ideal superior". Para Coco Chanel, "la moda no consiste sólo en vestidos; la moda se halla en el aire, es algo que se intuye, que se huele. La moda está en el cielo, en la calle, la moda tiene que ver con el ideal, con nuestra forma de vida, con lo que acontece a nuestro alrededor". A lo que remacha Benjamin: "Las modas son un medicamento que está para compensar las consecuencias catastróficas del olvido. Cuanto menos duradera es una época, más orientada está a la moda". Antes que medicamento, que mecanismo de imitación (Sinimel), que parte relativa de la belleza absoluta (Baudelaire), la moda es una forma de modelar el ser mediante el parecer: se juega -como persona o como época- a ser lo que no se es, se sueña ser lo que no somos. Por tanto, la moda es parte de la capacidad de invención del hombre, de su necesidad de variación.Esa "cosa intrincada", llena, como toda mercancía, de "sutilezas metafísicas y quisquillosidades teológicas", la moda, disfrutó durante mucho tiempo de una peculiar extraterritorialidad: era una especie de barrio marginal al que no Regaba el brazo armado de la razón. Se convirtió así en el reino del capricho y la frivolidad, en el espacio de la inconsecuencia, en el que iban a caer todas esas "energías de ensoñación" siempre presentes en la sociedad que no encuentran acomodo en el rígido orden lógico: las ansias más locas y los deseos más ocultos, los impulsos ciegos. Eso explica, probablemente, que la moda fuera, con frecuencia, lugar de anticipación de los signos y señales del futuro: en el guante negro que se arranca Gilda se ve ya el ansia del cuerpo desnudo.
Tal extraterritorialidad permitió a la moda, convertirse en el espacio de la inconsecuencia: lugar de las transgresiones, ámbito en el que la señora puede jugar a ser ramera sin serlo, espacio social donde experimentar sin miedo a las consecuencias. Eso, más que otras hipótesis de Simmel, explica que la moda haya sido siempre tan querida a la gran burguesía: en la moda esa burguesía podía jugar a lo prohibido sin riesgo alguno.
Pero ningún continente geográfico, mental o social está ya en condiciones de sustraerse a la potencia depredadora de ese explorador voraz que es la razón instrumental. La moda sucumbió, pues, al proyecto de convertir toda esa anarquía "natural" en "programática". La colonización del reino de la frivolidad tenía que conducir a lo que conducen todas las colonizaciones: a llegar, por la progresión, al final del progreso. Con otras palabras, a traspasar su última frontera: el cuerpo.
Durante siglos, la moda extrajo su vitalidad de insinuar un cuerpo que nunca podía llegar a destapar. Superado el tabú, ya sólo puede vivir de la simulación: insinúa constantemente que destapa lo que ya ha destapado; y tapa para poder luego destapar. Es decir, el eterno retomo de lo mismo. El final, propiamente, de la verdadera novedad y su sustitución por la histérica necesidad de causar sensación, por eso que Valéry llamó "la absurda superstición de la novedad".
Desde entonces, la moda está condenada tanto a la monotonía de la diferencia -como ya diagnosticó J. Vaudal, "la monotonie se nourrit de neuf"- como también a la indiferencia de la monotonía. Toda esa reversión destapa, a su vez, algo así como la cara oculta del verdadero propósito de ese proyecto: lograr, por fin, convertir a la mercancía en mujer y a la mujer en mercancía: el erotismo propio de la mujer pasa ahora a la mercancía, cosa que para ese industrialismo es lo verdaderamente erótico, mientras que la mujer, originariamente erótica, es convertida en mercachifle. La moda es la decoración que una época se pone para que la vean todas las demás, como ya le apuntó Sócrates a su algo feroz Jantipa: "No sales a la calle para ver, sino para que te vean". La moda actual expresa, en primer lugar, un ideal de igualación o indiferenciación: todo aspira a ser uno más. Tirano, líder o pensador viven en el temor de serlo.
La mujer quiere ser igual al hombre, lo bueno no se diferencia de lo malo, ni lo bello de lo feo. En la moda de hoy se refleja el miedo social a la desigualdad, lo mismo que un día reflejó el miedo social a la igualdad. La moda, que un día tuvo como sentido primordial diferenciar, tiene ahora por sentido primordial indiferenciar. Toda esa indiferenciación no es más que la expresión particular de un proceso más general:, la pérdida de significado de las apariencias, o la desconfianza en el signo. Entre lo que se veía y lo que se creía existía antes una cierta correspondencia. La señal lo era de algo verdadero (clase, calidad, capacidad, cargo ... ). Pero en un mundo dominado y presidido por la falsificación (de valores que no lo son, de grandes pensadores que no lo son, de ideas que no se tienen), nadie cree ya en lo que ve.
Estamos, más que en la hobbesiana "guerra de todos contra todos", en la desconfianza de todos contra todo. Por tanto, ni la moda como signo ni los signos de la moda significan ya mayormente nada. Lo que, al menos parcialmente, explica la creciente relevancia de la marca o las etiquetas: representan una especie de endeble sistema antirrobo de una ya inexistente veracidad.
En tercer lugar, la lunpenización de la moda actual no es más que la repetición de lo que ya ocurrió un día con el dinero. Lo mismo que la moneda dejó de ser un metal precioso con valor en sí para convertirse en un simple papel-moneda, intermediario universal de otros intereses, la moda ha dejado de ser una belleza en sí para convertirse en un mero papel-moneda al servicio de mil intereses. La moda, de ser un fenómeno más o menos sustancial, ha pasado a ser un fenómeno primordialmente instrumental: la ropa, más que hecha para expresar belleza, es un instrumento al servicio de mil utilidades.
La moda, como también el arte, es ya inseparable de la utilidad y está entregada al principio supremo de la simplicidad. El mundo hace ahora con la ropa lo que hizo ya antes con las palabras: degradarlas.
En cuarto lugar, la moda actual revela la hipertrofia típica de los estadios finales: lo mismo que, en tiempos de la gran crisis de la burguesía, la gente iba vestida como si estuviera perpetuamente en una ópera, la época actual va vestida como si estuviera en la proletarización permanente. Lo mismo que aquella época exageraba en su formalidad operística, ésta exagera en su informalidad desarreglada. Igual que aquélla fingía y exageraba una especie de solidez y seriedad total, ésta finge y exagera una especie de informalidad total.
Ambas exageraciones son manifestaciones opuestas de un mismo problema: una inseguridad histórica que trata de ser compensada con ese agarrarse frenético a lo que hay. En una época en que todo fluye, hay que tener una seguridad: aunque sea la informalidad. Lo mismo que la famosa crinolina fue ejemplo de una época que se abombaba ante el miedo al vacío que sentía, las hombreras o las chaquetas hinchadas son formas de asegurarse frente al vértigo al vacío.
En definitiva, que en la moda, como en tantas otras cosas, asistimos al cumplimiento de aquella poderosa profecía de Nietzsche: que la modernidad vive de sí misma, su alimento son sus excrementos.
es profesor de Filosofía en Alemania.
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