La hora de la verdad
"Un régimen puede, por razones políticas, optarpor la bancarrota económica
(J. F. Revel, Le regain démocratique)
Entre la algarabía de acusaciones mutuas y la cascada ininterrumpida de datos negativos que van punteando la progresiva certeza de una crisis económica de magnitud sobrecogedora, emerge el sentimiento unánime de que así no se puede seguir, de que hay que hacer algo, algo urgente, novedoso, decidido y valiente, y que después de ese algo ya nada será como antes. Sin embargo, la percepción temerosa de que el cambio que se impone ha de ser profundo, y ha de afectar de forma inevitablemente traumática nuestra forma de vida, pulverizando dogmas y hábitos que parecían inamovibles, mantiene al país en una cierta parálisis expectante, en la inmovilidad temblorosa del animal asustado que espera el ataque y no se atreve a hacerle frente.
El presidente del Gobierno, que ha superado ya el doloroso aprendizaje de que los mercados no se equivocan, de que la guerra del Golfo no fue un conflicto regional y de que sus compañeros de la UGT no se deciden a salir del neolítico, sabe que nuestros problemas no son coyunturales ni cíclicos ni exclusivamente generales, sino permanentes, estructurales y, en gran, medida, propios.
El hecho de que hasta ahora haya empleado su natural inteligencia y legendarias dotes de seducción en arruinarnos y dejarnos inermes ante la recesión internacional, no significa que no sea capaz de percibir la realidad y de adaptarse a ella con agilidad felina. La dificultad radica en que el objetivo principal que guía su acción, es decir, la conservación del poder, resulta difícilmente compatible con las soluciones que la presente situación demanda.
España enfila las postrimerías del siglo XX equipada con todas las fragilidades y carencias imaginables. Un déficit público enorme y descontrolado, un exceso agobiante de regulación, una dimensión inadecuada de nuestras grandes empresas, una reconversión industrial todavía pendiente y tina moneda vulnerable son otras tantas muestras de que hemos dejado pasar una década vital con alegre irresponsabilidad.
Hay hechos cuya elocuencia no necesita comentarios. Su simple enunciado es la demostración más clara de que resulta indispensable una revisión drástica de muchos de los supuestos sobre los que existimos, trabajamos, planificamos y pensamos. La circunstancia de que socialistas lúcidos y sensatos como Pedro So1bes, José Antonio Griñán o Miguel Ángel Fernández Ordóñez compartan esta tesis no deja de ser una prueba adicional estimulante. Consideremos algunos ejemplos particularmente flagrantes:
En los últimos 10 años el coste anual medio por persona empleada en la empresa pública española ha crecido ininterrumpidamente hasta sobrepasar los cinco millones de pesetas y ha cuadruplicado su diferencia porcentual con el correspondiente de la empresa privada. En estos momentos tenemos, sólo en Cataluña, 8.000 empresas participadas por capital extranjero, y la pérdida de mercado interior frente a empresas foráneas es significativa en el 80% de sectores industriales, con el añadido descorazonador de que el 65% de la inversión procedente del exterior vuelve a salir en forma de rentas, desinversiones y pagos tecnológicos. En cambio, nuestras cifras de inversión en otros países son, en porcentaje del PIB, cuatro veces inferiores a las típicas de los países centrales de la CE. La cobertura de la balanza tecnológica española es de un humillante 27% que, en Cataluña, Pais d'Europa, baja a un sonrojante 19%. El gasto en I+D sobre valor añadido bruto es en España 12 veces inferior a la media comunitaria y 18 veces inferior al alemán. A partir de 1986, nuestro saldo comercial con la CE y con países terceros ha empeorado espectacularmente, y han sido necesarias tres devaluaciones consecutivas para aliviar en alguna medida una sangría insoportable. A lo largo de la década socialista, el paro nunca ha bajado del 16%, y la previsión para 1994 es del 23%, con un explosivo desempleo juvenil del orden del 40%, doble del promedio comunitario y seis veces superior al norteamericano. El único criterio de convergencia que hasta ahora cumplíamos dejará de satisfacerse en el próximo ejercicio presupuestario, y nuestra deuda pública alcanzará el 60% del PIB, con lo que cada español ocupado pagará al año un cuarto de millón de pesetas de intereses. En el ranking internacional de gasto público en educación ocupamos un deshonroso lugar 43, y nuestras empresas pierden más horas de trabajo por absentismo no justificado que por huelgas. Para animamos, la nueva ministra de Sanidad ha planteado como ambiciosa meta para su departamento la reducción (!) de las listas de espera a seis meses, y Correos cerrará el año con unas pérdidas de 28.000 millones; mientras, prosperan los servicios privados de mensajería, única forma de que la transmisión postal no se colapse. Aunque, eso sí, estamos a la cabeza en conquistas sociales. Los costes laborales por unidad de producto se han incrementado en España a lo largo de los últimos seis años dos puntos por encima de la media comunitarial y el Gobierno ha trasladado a las empresas la mayor parte de la carga de la Seguridad Social, con unas cotizaciones un 50% superiores a las de la CE. Es decir, que hemos exhibido ante el asombro del mundo la envidiable clarividencia de destruir nuestra capacidad de competir al mismo tiempo que nos internacionalizábamos acelerada y entusiásticamente. Si le hubiésemos encargado el diseño estratégico de nuestra política económica a nuestro peor enemigo no lo hubiera hecho mejor que el Gobierno socialista, debidamente encubierto, cuando no jaleado, por el insidioso tándem Pujol-Roca.
Nadie es ya capaz de negar que la situación ha llegado a su límite y que más allá de ese límite se abre el abismo. El mismo Carlos Solchaga, trastornado por las dimensiones de un desastre causado en gran parte por su falta de arrestos ante las presiones electoralistas de su partido, ha perdido el rumbo y nos propone enriquecer el paisaje de los parques naturales con edificios de oficinas e incineradoras de residuos.
Instalado en el vórtice de la incertidumbre y del pánico, Felipe González no acaba de rendirse a la evidencia. Unos presupuestos que no son restrictivos, sino de simple y tímida contención; la búsqueda de la gobernabilidad para solucionar cuestiones de carácter global a través de acuerdos con aquellos que actúan desde visiones parciales, y la aplicación de cosquilleos cosméticos de tipo microeconómico a un cuerpo agonizante, nos llevan inexorablemente a un callejón sin salida.
El único camino posible es la puesta en marcha de un programa de reformas estructurales que incidan sin vacilación en el núcleo duro del problema y que modifiquen sustancialmente el sistema de protección social, el mercado laboral y la organización, tamaño y funcionamiento del sector público. Y para ello, a Felipe González le resulta indispensable el concurso de José María Aznar. Si yo fuera el secretario general del PSOE no esperaría ni un día más para llamar a mi oponente para elaborar conjuntamente un plan de medidas de choque.
Para el presidente del Gobierno ha llegado la hora en que ya no bastan las palabras, ni tan siquiera las palabras mágicas. Para el presidente del Gobierno, para el Gobierno y para la alternativa de Gobierno está sonando, ensordecedora y urgente, la hora de la verdad.
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