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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La casa de Isla Negra

Mario Vargas Llosa

La casa apenas ha cambiado desde la última vez que estuve aquí, hace un cuarto de siglo. Le han añadido una librería, una sala de exposiciones y un pequeño cafetín, donde se apiñan los visitantes. Vienen entre quinientos y setecientos dada día, de todas partes del mundo, pero, sobre todo -me precisa la amable administradora-, de los pueblos y caseríos del interior de Chile.El gran caballo de madera que recibía a los recién llegados está ahora bajo techo, pero juraría que todas las otras curiosidades, maravillas, mamarrachos y caprichos que hacen de la casa de Isla Negra un palacio encantado, una fantasía encarnada de niño viejo, están aún en el mismo sitio: las caracolas y las marinas, los barquitos erigidos con palos de fósforos en el interior de botellas y los imponentes mascarones de proa que hienden el aire desafiantes, como queriendo escapar de esas paredes que los sujetan para salir al encuentro de las olas bravas que golpean contra las rocas y lanzan manotazos de espuma contra los cristales de la casa. Allí están las máscaras africanas y los tambores napoleónicos, las cajitas de música italianas y los carteles californianos del siglo pasado pidiendo la cabeza de Joaquín Murrieta. Y también el ejército de botellas de todas las formas y tamaños imaginables, como una erupción de pesadilla, junto al asta donde yo vi, la mañana aquélla de hace veinticinco años, al despertar en mi habitación circular, en lo alto del torreón, a Neruda, tocado con gorra de capitán de barco, soplar un cornetín desafinado e izar su bandera particular, de tela azul y con un pescado jeroglífico que se le parecía, de perfil.

Él y Matilde están enterrados al pie del asta, en un promontorio de rocas grises sobre las que el violento mar Pacífico revienta con griterío ensordecedor. De pronto, con un ligero escalofrío, descubro que, de las ocho personas que pasamos aquel fin de semana en Isla Negra, en ese otoño de 1968, sólo Jorge Edwards y yo sobrevivimos, para contar la historia. (Jorge la ha contado ya, con gracia y vivacidad, en su excelente Adiós, poeta ... )

Murieron los dueños de casa y murió Juan Rulfo, que no abrió la boca en toda la noche, ni bebió ni comió, y estuvo mirándolo todo entre espantado y alelado. "Cuídenlo, protéjanlo, sálvenlo, no dejen que se marchite", nos recomendaba Neruda, transido de compasión por el filiforme escriba mexicano. Murió Enrique Bello, esteta, comunista y gastrónomo, quien, a la mitad de aquella sibarítica cena, poniendo ojos en blanco, confesó con voz trémula: "He conseguido el sueño de mi vida: ¡dar un tratamiento a la carne de res que le da gusto a venado!". Murió Carlos Martínez Moreno, novelista uruguayo de palabra fluida y gran quijada, que hablaba como escribía, desenterrando viejas palabras olvidadas, rejuveneciendo los diccionarios y haciendo reír a todos con su entrañable y cordialísima manera de hablar pestes de todo el mundo.

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Y deben de haber muerto también muchos parientes, validos y arrimados del poeta que vivían aquí, siluetas en la sombra, presencias furtivas, animando los jardines, desempolvando los anaqueles, velando por las colecciones y guisando los manjares exquisitos con que el magnífico señor de Isla Negra regalaba a sus huéspedes. Haber sido invitado a pasar un fin de semana a este palacio austral, a compartir la intimidad de Neruda, fue para mí emocionante y casi un acto de justicia, por lo mucho que lo leí, lo aprendí de memoria, lo recité y lo admiré, aún antes de tener eso que llaman "el uso de razón". Allá en Bolivia, mi madre guardaba en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que me había prohibido leer. Yo no sólo los leí, los memoricé todos, incuidos aquellos incomprensibles versos escabrosos ("Mi cuerpo de labriego salvaje te socava / Y hace saltar el hijo del fondo de la tierra") por los que tuve que arrepentirme en el confesionario. Más tarde, en las sesiones clandestinas de mi célula, en Cahuide, refrescábamos las densas discusiones sobre Politzer y Lenin, leyendo las páginas épicas del Canto general, que nos exaltaban como un gran fuego de bengalas. Y con El joven monarca y otros poemas de Residencia en la tierra enamoré y me enamoré y desenamoré y volví a enamorar sabe Dios cuántas veces, en esa prehistoria en que la poesía y el amor se confundían "como viento y hojas". Y ahora estaba nada menos que en la casa del mito, oyendo su pedregosa voz, observado por sus apacibles ojos de tortuga y viéndolo comer con dos cucharas.

También el Chile de aquel entonces se murió. ¿Reconocería Neruda en lo que ha quedado convertido su país? Sus últimos días coincidieron con el golpe de Estado en el que desembocaron los años de anarquía y demagogia de la Unidad Popular. Él llegó a adivinar las tremendas violencias que traería consigo la dictadura militar del general Pinochet y las últimas líneas que escribió, en su lecho de muerte, están transidas de desconsuelo y amargura por el futuro de su Patria. Es verdad que aquéllos fueron unos años terribles, de un monolitismo y dureza como Chile no había conocido jamás. Pero, también, de unas reformas económicas que revolucionarían de raíz a la sociedad chilena y la catapultarían en un cauce de progreso sin precedentes en América Latina y con muy pocos paralelos en otras regiones del mundo.

Del caso de Chile se habla muy poco, porque reconocer que este país se desarrolla y mejora sus niveles de vida a un ritmo febril les parece a muchos que es una manera de justificar las torturas, los exilios, las censuras y demás atropellos cometidos por la dictadura. Pero eso es jugar al avestruz y tratar de escamotear la verdad histórica. Simplemente, no es verdad que la dictadura fuera el requisito indispensable para los cambios que han hecho de Chile ahora la sociedad más próspera de América Latina y aquella sobre la cual la libertad se asienta sobre bases más firmes. Fueron las reformas económicas, la apertura al mundo, la transferencia a la sociedad civil de las empresas públicas, la privatización del seguro social y el formidable aliento a la difusión de la propiedad y la empresa privadas, lo que puso en marcha ese despegue que ha hecho crecer a Chile todos estos años a promedios asombrosos de nueve y diez por ciento. Las dictaduras militares no recortan el Estado, por el contrario, lo fortalecen y lo extienden. Lo ocurrido en Chile en los años del general Pinochet es una anomalía, una excepción a la regla según la cual los regímenes autoritarios traen consigo siempre más intervencionismo y arbitrariedad, lo que está en contradicción mortal con una economía de mercado, la cual, para funcionar de verdad, necesita un sistema legal equitativo y eficiente que ninguna dictadura puede asegurar. Por eso, quienes creen que el "ejemplo chileno" es el del autoritarismo como paso previo a una democracia con desarrollo, se equivocan garrafalmente. Nueva Zelanda ha hecho lo que Chile sin violentar el estado de Derecho, y lo están haciendo Bolivia y Argentina y otros países latinoamericanos, estimulados por el caso chileno, sin tocar las puertas de los cuarteles. Pero para tener éxito, es preciso que las reformas sean tan profundas como lo fueron aquí y que la población esté dispuesta a pagar el alto precio que tiene, en todos los casos,, y en especial en el de países anestesiados por el mercantilismo y el populismo, el paso hacia el mercado y una economía libre.

Chile ya pasó la etapa más dura del sacrificio y ahora los beneficios del cambio llegan a todos los estratos. Sólo en los últimos cinco años se han creado un millón de nuevos puestos de trabajo y el paro es apenas de cuatro y medio por ciento, uno de los más bajos del mundo. La diversificación de la economía ha hecho que el cobre, que antes representaba cerca del ochenta por ciento dé la riqueza nacional, represente ahora poco más del tercio. La multiplicación de nuevas industrias es impresionante y la afluencia de inversiones extranjeras ilimitada. Chile se ha convertido en un gran centro financiero internacional, donde vienen a pedir créditos y a ofrecer sus proyectos empresarios de todo el continente. Ocho firmas industriales chilenas se cotizan ya en la Bolsa de Nueva York y los empresarios chilenos han desbordado hace rato las fronteras nacionales y operan en Argentina, en el Perú, en Bolivia (casi conmigo llega a Santiago una delegación de Cuba, presidida por un Viceministro de Fidel Castro, quien, en conferencia de prensa, anima a los empresarios chilenos a ir a invertir en Cuba. Entre las ventajas con que trata de imantarlos figura, además de la libre repatriación de capitales y la exoneración total de impuestos, la suplementaria de que "en Cuba no hay nunca huelgas...").

Para saber lo que está ocurriendo en Chile no hace. falta consultar las estadísticas. Basta mirar en tomo. Hace sólo tres años que estuve aquí y me cuesta trabajo, reconocer Santiago, donde hay una impresionante proliferación de barrios nuevos, edificios, tiendas comerciales, hoteles y cuyos alrededores literalmente hierven de nuevas fábricas. Pero mi sorpresa es todavía mayor cuando salgo al interior del país y veo la transformación de La Serena. La pequeña ciudad colonial tiene ahora kilómetros de flamantes balnearios y, alguno de ellos, como Los Tecos, de un refinamiento y una elegancia extraordinarios.

Naturalmente, no todo lo que brilla es oro; hay todavía bolsones de pobreza importantes en el campo y, aunque el progreso ha sido enorme también en ellas, la vida en las 'poblaciones' de la periferia urbana es todavía durísima para mucha gente. Pero lo fundamental es que se ha revertido la tendencia tradicional y que el país, en vez de retroceder, avanza y produce cada vez más riqueza, dentro de un sistema que va incorporando cada vez a sectores más amplios a la propiedad y al mercado. Si los futuros gobiernos mantienen, en lo esencial, el modelo económico, como lo ha hecho el del presidente Alwyn, no hay duda que Chile será el primer país de América Latina en derrotar el subdesarrollo.

Hay muchas posibilidades de que así ocurra. Porque, tal vez más importante que todas las estadísticas es el hecho de que en Chile parece haberse establecido un consenso en favor de la libertad económica, como complemento indispensable de la libertad política, algo que da estabilidad a la sociedad chilena. A ello se debe que la campaña electoral transcurra sin traumas, dentro de una serenidad más bien aburrida. Todo el mundo admite que el democristiano Frey ganará con comodidad y la oposición sólo aspira a tener un tercio del Congreso, para ejercer desde allí una función fiscalizadora eficaz. Pero, ganara quien ganara, lo evidente es que los cambios serían de superficie y de detalle, porque, en lo esencial, los partidos que conforman la alianza de gobierno y los de la oposición de derecha están de acuerdo en que el sistema de economía de mercado debe ser preservado, pues de él depende que continúe el desarrollo y se fortalezca la democracia. Este consenso es, para mí, el verdadero "milagro" chileno.

Quien me ha traído a peregrinar hasta la casa de Isla Negra es Vicente Muñiz, un joven empresario asociado a la Universidad privada Alfonso Ibáñez, donde he dado dos conferencias. Vicente es un corredor de Bolsa que, hace algunos años, inventó un sistema para que una persona particular o una empresa privada pudiera comprar y vender acciones a través de un ordenador, sin trasladarse hasta la Bolsa y sin pasar por intermediarios. El éxito de la "Bolsa electrónica" ha sido tal que ahora hay ya media docena de países que han adoptado el sistema, el que podría extenderse a escala planetaria. Me entero de todo ello no por él, que es discreto y modesto, sino por amigos comunes que hablan de Vicente como de uno de los héroes del "nuevo Chile". Mientras recorremos la casa de las maravillas, con el estruendo de] mar como telón de fondo, pienso que lo extraordinario del caso chileno es lo ordinario y sencillo que es, cuando se lo examina de cerca: un poco de sentido común, dar a la gente la oportunidad de tomar iniciativas y de resolver los problemas por su cuenta, dentro de un régimen de reglas sencillas y neutral, sin privilegios y sin exclusiones. ¿Aprobaría o desaprobaría el gran Neruda lo que ocurre? Ya no hay manera de saberlo. Lo único evidente es que él representa ahora otro consenso para Chile, y que, como la democracia y el mercado, en torno a su nombre y a su poesía hay también una suerte de unanimidad.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1993. Copyright Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

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