Águila o sol
Bruselas expone hasta final de año un panorarna de la cultura indígena y cosmopolita de México
El corazón de México está henchido como una fruta. Su identidad vernácula y su vocación internacional se enredan para tejer una personalidad contradictoria y abundante. Escindido y múltiple, el rostro político y simbólico de México exhibe a la vez el orgullo emplumado de su raíz nacional y la sincronía solar con los calendarios del mundo. También bicéfala, su arquitectura mezcla inextricablemente la tradición y la modernidad para, conformar el panorama más rico y complejo de la América hispana.Después de haber sido el primer país latinoamericano en abrir sus puertas al experimento moderno de la vanguardia europea, México fue igualmente el más celoso defensor de la herencia indígena, y el más ardiente constructor de unas señas de identidad basadas en su pasado prehispano. La arquitectura, producto simultáneo de la cultura y de la economía, hace hoy balance de su pasado en Bruselas y contempla su futuro en el espejo oscuro de Washington: tanto las grandes exposiciones de Europalia como la enconada discusión del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá reverdecen el viejo debate intelectual y político sobre la personalidad mexicana.
Águila o sol, en la arquitectura de México se entrecruzan dos interpretaciones diferentes de lo moderno: la corriente dominante, que pone el énfasis en la función y extrae su gramática simbólica de los grandes conjuntos precolombinos, y un cauce mas secreto por el que fluye la emoción, y que utiliza como referencia plástica la herencia hispano-árabe. La arquitectura oficial, moderna y azteca, arranca de Villagrán en los años veinte de este siglo y, a través de episodios emblemáticos como la Ciudad Universitaria de los cincuenta, llega en nuestros días la retórica monumental de González de León; la versión subterránea de la fusión entre el pasado colonial y el lenguaje moderno, por su parte, tiene su figura central en Barragán y, después de aflorar en los ochenta, se prolonga hasta hoy en arquitectos como Legorreta.
Las dos grandes tradiciones constructivas anteriores a la introducción en México del movimiento moderno -la arquitectura precolombina y la colonial- dejaron en el país un número tan alto de ejemplos de calidad excepcional, que la nueva arquitectura no pudo dejar de establecer un diálogo musculoso con los edificios y los conjuntos urbanos del pasado. Esta situación contrasta con la producida en su vecino del norte, cuyas arquitecturas históricas estaban lejos de alcanzar la cantidad o la excelencia de. las mexicanas, y donde el estilo internacional se desarrolló en condiciones más próximas a la tabula rasa que reclamaba la ortodoxia moderna.
El primer edificio moderno de México fue, probablemente, la Granja Sanitaria de Popotla, cerca de la capital, una clínica rural construida en 1925 por José Villagrán García, el arquitecto y profesor que introduciría en el país las ideas funcionalistas de la Bauhaus y Le Corbusier. A partir de la revolución de 1910, México había vivido durante más de una década una guerra civil, pero a mediados de los años veinte estaba listo para iniciar su reconstrucción. En el seno del fervor nacionalista y popular, del que son testimonio los murales coetáneos de, Ribera, Orozco o Siqueiros, y en un marco de estabilidad política y económica, la iniciativa pública promovió edificios educativos, sanitarios y de viviendas, proyectados todos en el escueto lenguaje moderno.
La síntesis del racionalismo, con los vastos espacios y las texturas rugosas de las construcciones precolombinas -que el- pintor y arquitecto Juan O'Gorman había tenido ya la oportunidad de explorar en los años cuarenta, después de realizar, en 1931, la famosa casa-estudio corbuseriana para Diego Rivera y Frida Kahlo- tuvo lugar en la Ciudad Universitaria de México, planificada por Mario Pani y Enrique del Moral, una gigantesca realización que se inicia en 1950 y en la que participan los más significativos arquitectos del momento, incluyendo el propio O'Gorman, que ejecutó el gran prisma revestido de mosaicos alegóricos de la biblioteca central.
Esta expresión indigenista y moderna, convertida en estilo oficial del Estado mexicano, es la que llega hasta nosotros en las enfáticas construcciones de hormigón visto de Teodoro González de León, Abraham Zabludovsky, Alejandro Zohn o Francisco Serrano, que evocan las sólidas masas y rotundos ritmos de la arquitectura prehispánica, con sobria grandilocuencia y ocasional escenografía; o en el colosalismo neoazteca de Agustín Hernández. En todos ellos la monumentalidad escultórica y la ostentación estructural, alimentadas por la prosperidad efímera del petróleo, llegaron a extremos que nunca alcanzaron ni Pedro Ramírez Vázquez en su Museo de Antropología ni el español Félix Candela en sus delicadas iglesias cubiertas por cáscaras de hormigón.
En contraste con este funcionalismo colosal y decorado, de toscos hormigones, la arquitectura refinada y oculta de Luis Barragán extrae su emoción de la combinación del minimalismo moderno con los volúmenes opacos de la tradición colonial hispánica y los colores vivos -rosa, naranja, violeta- de la edificación vernácula mexicana. En la escasa obra de Barragán, de la urbanización en terreno de rocas volcánicas de Eledregal a las fuentes y estanques de Las Arboledas, Los Clubes o la Cuadra de San Cristóbal, los contrastes violentos de colores y texturas definen recintos íntimos y precisos, de extrema depuración formal. Proyectado a la fama internacional por la obtención del Premio Pritzker en 1980, Barragán era a su muerte, en 1988, el más popular e imitado de los arquitectos latinoamericanos.
Su herencia, que está presente también en constructores meticulosos y ensimismados como Carlos Mijares, fue recogida muy signifiativamente por Ricardo Legorreta, un discípulo y colaborador de Villagrán que enriqueció las formas racionales de éste, con el cromatismo rotundo y las texturas rústicas de Barragán, y que tuvo la ocasión de trabajar en obras como el Hotel Camino Real, con Mathias Goeritz, un escultor que había sido igualmente colaborador de Barragán en las torres de Ciudad Satélite. Legorreta, que ha construido numerosas obras en Estados Unidos, es hoy el arquitecto de mayor éxito comercial y de mayor prestigio internacional de México.
Aunque las nuevas generaciones transitan por derroteros más próximos a la vanguardia anglosajona, lo cierto es que el monumentalismo azteca de González de León y la plástica cosmopolita de Legorreta representan actualmente los dos polos más reconocibles del debate mexicano: la exaltación patriótica de la identidad nacional a través de los encargos públicos, y la promoción mediática de la personalidad individual a través de los encargos privados. Entre la solemnidad procesional del Palacio de Justicia Federal o la retórica escultórica del Fondo de Cultura Económica, y el intimismo colorista del Museo de Monterrey, o la elegancia volumétrica y cromática del conjunto Solana para la IBM en Texas, existe una distancia ideológica y simbólica que explica bien, tanto las dificultades para realizar un balance del pasado cultural en las exposiciones de Bruselas -que estarán abiertas hasta el último día del año-, como los obstáculos para alcanzar una visión unánime del futuro económico que se debate en Washington a partir del próximo día 18.
Octavio Paz, el poeta mexicano que tan admirablemente reconcilia en su persona y en su obra la herencia indígena y la española, la voluntad de afirmación nacional y el espíritu cosmopolita, escribió en 1949: "Hoy lucho a solas con una palabra. La que me pertenece, a la que pertenezco: ¿cara o cruz, águila o sol?". Casi medio siglo después, dejando atrás el laberinto de la soledad, los mexicanos siguen formulándose el mismo interrogante.
Babelia
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