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El fantasma del estadio

Lo notable no es que el presidente del Real Madrid se vanagloriara hace unos días de haberle colado un gato al Ayuntamiento, en lugar de una liebre, pues entre otras cosas luego se arrepintió. Lo realmente notable, en esta ciudad asombrosa, es que el Ayuntamiento no haya visto el gato, grande como un centro comercial, hasta muchos meses después, cuando su silueta de tigre hace ya parte de los tejados que se recortan bajo la luna y la contaminación. Es como si alguien alegara, cuando la mili, que no sabe por qué le llaman El Chato o Rompetechos.

Pero lo más notable, en esta sesión de más dificil todavía, en que se ha convertido la vida pública en Madrid, es que el vecindario tampoco lo viera. Pues sólo así, por ceguera, es comprensible que un vecindario se quede de brazos cruzados cuando le arrebatan su mejor esquina -la que por lo menos tiene aire- para imponerle ante los ojos la más acabada reproducción madrileña de lo que internacionalmente se reconoce como Chic Miami: una estética que pretende encerrar la vida entre un supermercado, un par de cafeterías con servilletas de papel y las mesas demasiado juntas, y unas cuantas boutiques a las que reúne su común esencia microscópica. Sus esforzados comerciantes se ven obligados al todavía, todavía más dificil: convencer a una clienta de que esa blusa que ha de probarse procurando no sacarle un ojo a la dependienta con el codo es el colmo de la elegancia, el refinamiento y "lo que se lleva esta temporada".

Pues bien: lo que se lleva esta temporada, que ya dura un rato, es la pasión por el atasco, la cola, el metro, la muchedumbre, el aula superpoblada, el odio al aire libre, el mogollón y la falta de espacio. Sólo así, por los consabidos prodigios que consigue la moda, es comprensible que los vecinos se quedaran igualmente impertérritos (es un decir, algunos protestaron pero inúltilmente) cuando el Madrid decidió subir su estadio unas cuantas plantas, y además ponerle unos gigantescos rulos cuya consecuencia más inmediata es que le arrebatan más espacio a la acera y al cielo: conseguir que algo parezca desproporcionadamente grande en esa avenida de pretensiones imperiales que es la Castellana tiene su mérito. La segunda consecuencia es que la prisión en que se convierte el barrio los días de fútbol ha aumentado el radio de su circunferencia en un par de manzanas. Prisión: ¿de qué otra manera se puede llamar al hecho de que los vecinos no puedan aparcar ni desaparcar sus coches durante los partidos? Pues por alguna razón los aficionados al fútbol gozan aquí del privilegio (sin duda merecido: ¿acaso no son más?), de aparcar en doble, triple y hasta cuarta fila.

Alegrémonos. Por lo menos, que alguien pueda aparcar. El problema es que, como el Madrid siga perdiendo partidos y aumentando alturas para demostrar que sigue siendo grande, las hileras de coches pueden alcanzar un par de aldeas que se encuentran en su norte, y que son pequeñas muestras de lo que, una vez, un loco que había que se llamaba Arturo Soria quiso para esta ciudad. De su delirio sólo quedan una reputación internacional y unos barrios pequeñitos que en su día fueron de obreros, luego de artistas, y últimamente de profesionales dispuestos a pagar fortunas por tener el privilegio -extraordinario, sin duda- de vivir en Madrid como viven los obreros en Estados Unidos, los mineros en Inglaterra, los campesinos austriacos y los pescadores en casi cualquier aldea del Tercer Mundo. Quizá alguien se acuerde si digo que son aquellos barrios de chalés que el alcalde Arespacochaga, de insigne memoria, quería derribar porque "total, para los que quedan...". Son lugares donde la palabra jardín no es ni ostentación de rico ni exotismo, donde todavía existen los tejados, los vecinos y el silencio. En verano hace más fresco que en el centro, y en invierno la escarcha oculta a los novios que se besan en el coche a la luz de las farolas. Porque aún hay farolas, y escarcha, y silencio. Pero ya les ronda el fantasma del estadio...

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