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El nacionalismo y el niño interior

Antonio Muñoz Molina

Tal vez lo más admirable del nacionalismo sea la paz de espíritu que debe de suscitar a quienes lo profesan, al liberarlos de cualquier noción de responsabilidad sobre sus equivocaciones o sus desgracias. Para un nacionalista, los enigmas del error y el infortunio, que nos maltratan diariamente a todos y vienen inquietando a las mejores inteligencias humanas desde hace milenios, se resuelven con una sencillez automática, con una fervorosa y jovial certidumbre: el error existe, pero siempre lo cometen otros; la desgracia nunca procede del propio comportamiento, y ni siquiera de la cruenta arbitrariedad del azar, sino de la perfidia inagotable del opresor, del país enemigo. La noción del pecado original, de un acto de maldad cometido hace mucho tiempo y que trajo consigo la expulsión del paraíso, es modificada ventajosamente por el nacionalista: hubo pecado original, pero lo cometieron otros, fue el error de otros, los otros, lo que nos expulsó del paraíso, a nosotros, que éramos inocentes. En eso se distingue la noción de pueblo elegido que esgrimen los nacionalistas actuales de la enunciada en la Biblia: igual que el pueblo de Israel, el pueblo vasco, o el pueblo gallego, o el pueblo abjazo, el pueblo croata, etcétera, son pueblos elegidos, pero en el pacto con la divinidad o con la historia que certifica dicha elección no hay previsto ningún castigo, dado que estos pueblos, a diferencia del hebreo, jamás incurren en la equivocación o la soberbia, siempre son inocentes.Los judíos establecieron su pacto con un Dios iracundo y rencoroso, que no tenía el menor reparo, en cuanto faltaban a sus deberes con Él, en enviarlos a la cautividad, a la peregrinación o al exterminio. El nacionalismo, que suele elegir dioses o héroes más complacientes y benévolos que el furioso Jehová, despeja por principio cualquier sombra de culpa individual o colectiva, lo cual sin duda es un alivio, un confortable lavarse las manos ante cualquier sospecha de remordimiento o desánimo. Estas últimas semanas me he entretenido en leer declaraciones o exabruptos de líderes nacionalistas radicales, desde el frío y como lituano independentista catalán Angel Colom al barroco Xosé Manuel Beiras, de Galicia, sin olvidar al más meritorio de todos, el joven, bondadoso y pulcro Floren Aoiz, que exhibe una notable cara de seminarista o comulgante en medio de un cenagal de terror y de sangre, como si nada de eso fuera con él, o como si la sangre que tan asiduamente derraman los héroes admirados por el señor Aoiz tuviera, al contrario de la sangre de Duncan, la higiénica propiedad de no manchar las manos de quienes trafican con ella, sea en calidad de matarifes directos o de administradores delegados. Los señores Colom, Beiras y Aoiz comparten una notable tendencia a hacer declaraciones públicas, y como las hacen, supongo que no sin disgusto, en el idioma que tienen en común no sólo entre sí, a pesar de pertenecer a tres pueblos elegidos distintos, sino también conmigo, que en cualquiera de sus tres países sería un extranjero, tengo la posibilidad de enterarme de lo que declaran, y de admirarme también por la inquebrantable claridad de sus convicciones, por la sencillez, tan pedagógica, de la imagen del mundo que predican.

En el principio fue el paraíso vernáculo: gallegos, vascos y catalanes vivieron felices, rurales, autóctonos y prósperos, danzando bailes regionales y tocando instrumentos folclóricos, regidos y sanados por amables druidas, por consejos bondadosos de ancianos, hasta que les llegó el día de la expulsión, en el que las espadas de fuego no fueron esgrimidas por los arcángeles de Jehová, sino por hirsutos y renegridos españoles. En dicha felicidad primigenia se parecían a los andaluces, al decir de los nacionalistas del sur, que también existen, y que si carecen de cualquier presencia política han sabido infiltrar sus mitologías arcádicas en los planes de enseñanza, en una cosa llamada cultura andaluza: también los andaluces fuimos felices, e incluso ricos, hace muchos cientos de años, en los tiempos en que nos gobernaban los árabes, y también nosotros, al igual que los restantes pueblos oprimidos, somos inocentes de nuestros infortunios actuales. La desgracia de los andaluces, de los vascos, de los gallegos, de los catalanes, e incluso de aquellos valientes asturianos que reventaron heroicamente una conferencia de Francisco Ayala para defender su lengua oprimida, tiene un solo nombre: España, o el llamado -por ellos- Estado español. Los españoles, malhechores rudos, agresivos y pringosos cuya tierra de origen se reduce cada vez más (hasta el reino de León, me he enterado por algunas pintadas, aspira a la autodeterminación, tal vez por una exigencia inexorable de la rima), llevan milenios expoliando y devastando el mundo, imponiéndole un idioma delictivo, aniquilando preciosas señas de identidad cultural, suministrando, por añadidura, excelentes coartadas para la paz de espíritu de cualquier nacionalista, no muy distintas a las que para un nazi suministra un judío o un negro: la culpa de todo la tienen esos que no son como nosotros, que en realidad son inferiores a nosotros.

Inocente por definición, el nacionalista se niega a ser juzgado, al menos según una norma universal, que sin remedio será una norma extranjera. Es frecuente que en el País Vasco, si alguien de fuera manifiesta una opinión sobre un crimen, se le conteste que él, por forastero, no está en condiciones de entender o de juzgar, como si la vida humana no fuera la misma en todas partes, o como si los principios morales fuesen de aplicación restringida: ¿tiene derecho alguien que no es alemán a condenar el genocidio nazi, es delito la matanza provocada en el centro de Londres por una bomba del IRA, puede un occidental disentir de la aplicación de la pena de muerte a Salman Rushdie, dado que ésta ha sido dictada por los principios islámicos? (No estaría mal, de paso, que a esta última pregunta contestara Juan Goytisolo). El nacionalista se niega a ser juzgado no sólo porque rechaza cualquier instancia moral superior a su cultura autóctona, sino porque, al vivir bajo una absoluta opresión, su comportamiento está tergiversado por ella, y legalizado automáticamente por la lucha contra ella: cualquier empeño al que se dedique será de antemano legítimo; de cualquier fracaso será enseguida inocente, pues quien tiene la culpa de todo es el opresor, principio éste según el cual el joven Aoiz atribuye la responsabilidad de un asesinato de ETA al Gobierno español, y no a la mano valiente que disparó la pistola contra la nuca de un anciano o accionó un coche bomba en esa odiada capital del expolio, Madrid. Yo conozco a un individuo, profesor universitario de literatura, que dice ser novelista, y novelista andaluz, pero que hasta el presente no ha llegado a terminar ninguna novela, ya que lleva veinte años empleando sus energías en la lucha contra la dominación cultural madrileña y catalana, que impide tiránicamente el surgimiento de una industria editorial andaluza. Si alguna vez este individuo, a pesar de su desgracia de ser andaluz, y de sus explicables conflictos con la gramática española, lograra romper el monopolio de los madrileños y los catalanes y publicar una novela en los ámbitos dominados por ellos, nadie podrá culparlo en el caso de que obtenga malas críticas, o de que sea ignorado, y en ningún momento él dudará de sí mismo: los juicios adversos no procederán de una apreciación objetiva, sino del desprecio centralista hacia todo lo andaluz. Nuestro héroe, inédito e invicto, ni siquiera tendrá necesidad de escribir...

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su siniestro diario que sufrir es siempre culpa nuestra. Pero la noción del libre albedrío y la responsabilidad personal es tan temible que no hace falta ser Angel Colom o Xosé Manuel Beiras para intentar escaparse de ella. Casi todo el mundo de dica una parte muy considerable de su vida y de sus energías a atribuir a otras personas los males imaginarios o verdaderos que padece. Es tan antigua esa tentación que el mismo Zeus alude a ella en las. primeras líneas de La Odisea: "¡De qué modo culpan los mortales a los dioses! Dicen que las cosas malas les vienen de nosotros, y son ellos quienes se atraen con sus locuras infortunios no decreta dos por el destino". Se trata, a cualquier precio, de atribuirse a uno mismo y a los suyos el esta tuto de víctima, combinándolo en caso necesario con el oficio triste, aunque meritorio, de ver dugo: los pistoleros etarras, los genocidas serbios, se presentan a sí mismos como víctimas inocentes de aquellos a los que han ejecutado, cerrando así el círculo perfecto de la irresponsabilidad letal.

Víctima por vocación, por oficio, el nacionalista colecciona frenéticamente agravios, a la manera de esos cónyuges rencorosos que mantienen una secreta contabilidad de vejaciones ínfimas, y suele resumirlos todos en un gran agravio original que preferiblemente sucedió en un pasado lejano y que suministra una explicación tan cómoda y una coartada tan perfecta para cualquier desgracia del pesente que eximen a quienes las adoptan de toda necesidad de reflexión o de acción: la izquierda, en Suramérica, se dedica a evitar por todos los medios la llegada al Nuevo Mundo de Colón y de Hernán Cortés, y casi dos siglos después de la independencia de aquellas repúblicas sigue atribuyéndole a España el origen de todos los males; los serbios violan, asesinan e incendian porque en el siglo XIV perdieron la batalla de Kosovo; los patriotas etarras continúan valerosamente, la lucha de los curas carlistas; los conversos andaluces al islam se manifiestan contra la toma de Granada por los Reyes Católicos, etcétera.

Urge ser una víctima: lo que en España es artesanía, o bufonada, o idiotez, por ahora, en otros lugares es degüello, y en Estados Unidos, país que ha convertido todas las modalidades de la debilidad humana en fuentes colosales de ingresos, el victimismo es una industria de un porvenir tan espléndido como el de los videojuegos. El principio viene a ser el mismo que el del lamento nacionalista: uno no es responsable o culpable de su vida, porque hubo alguien que la trastornó, a ser posible en los tiempos nebulosos e inaccesibles de la infancia, tan propicios a las invenciones quejumbrosas o épicas de la imaginación como la Edad Media de los nacionalistas europeos. La obsesión por lo que ellos llaman el child abuse, el abuso sexual de los niños, se ha convertido en una fiebre nacional más virulenta aún que la de los dinosaurios, y sirve lo mismo para hundir la carrera y la vida de un director de cine que para justificar la glotonería compulsiva, el fracaso profesional o los asesinatos en serie. Si uno está repulsivamente gordo, por ejemplo, no es por que se harte de comida basura y no tenga el valor de prescindir de ella: es porque tuvo una infancia desdichada. Yo he visto hace meses en un programa de máxima audiencia de la televisión americana una entrevista con el llamado carnicero de Milwaukee, un joven alto, rubio, de rasgos apacibles, que violó, asesinó, descuartizó y devoré parcialmente a algunas docenas de personas, y que echaba tranquilamente la culpa de sus hazañas a los malos tratos que sufrió cuando era niño. En estos días se juzga en Los Ángeles a un par de hermanos, hijos de multimillonarios, que cierta noche irrumpieron en el salón donde sus padres se aburrían frente al televisor y les volaron a los dos las cabezas a tiros: sus abogados aseguran ahora que estos hermanos no pueden ser considerados culpables del parricidio, porque su padre abusó de ellos sexual y emocionalmente, abuso que al parecer les tenía amargadas las vidas, pero no hasta el punto de evitar que en los meses posteriores al crimen se gastaran fortunas en coches deportivos y en juergas frenéticas.

El pasado falso y edénico del nacionalismo, aniquilado por la irrupción de los opresores extranjeros, se parece mucho al mito norteamericano del niño interior, de una infancia perdida y vulnerada que es preciso recuperar para vivir con plenitud, o para justificar los errores y las insatisfacciones del presente. Según la cantante Sinead O'Connor, Hitler fue un megalómano genocida porque de pequeño había sido maltratado. Pero no es imprescindible recordar los abusos sufridos durante la infancia para usarlos como explicación o coartada: del mismo modo que los nacionalistas ponen mucho empeño en lo que ellos llaman la recuperación de las señas de identidad perdidas, y modifican la historia a la medida de sus convicciones, hay terapeutas norteamericanos que están haciendo fortunas induciendo a sus pacientes a recordar abusos que ellos no sabían hasta ahora que hubiesen padecido. De hecho, aseguran, carecer de recuerdos del abuso en una prueba de que éstos sucedieron: la memoria se apresuró a borrarlos o a sepultarlos para ocultar el trauma que habían provocado. Cualquier desgracia de la vida adulta puede convertirse así en demostración de un agravio lejano, y la víctima, el adulto que recupera su maltratado niño interior, se apresura a descargar todo el peso de la culpa sobre el enemigo, en este caso los padres. La fiebre de denuncias por supuestos abusos cometidos hace mucho tiempo se ha vuelto tan universal que hace unos meses la revista Newsweek le dedicó una portada y un reportaje escalofriante: mujeres de treinta y tantos años dicen haber recuperado recuerdos atroces de violaciones infantiles y denuncian a sus padres y los someten a la vejación y a la vergüenza sin más testimonio acusatorio que un delirio o un sueño; hombres o mujeres separados acusan al cónyuge de abuso sexual sobre los hijos comunes y automáticamente el sospechoso es tratado como si ya fuera culpable, con una intolerante ferocidad que Newsweek comparaba a la de las cacerías de brujas de hace tres siglos y a las de comunistas de hace 40 años.

La gordura excesiva, la incapacidad de abandonar el tabaco, el fracaso profesional, la desdicha, el crimen, la frigidez, la lujuria: cualquier cosa puede ser explicada por las desdichas sufridas por el niño interior en tiempos tan lejanos que no han dejado huella en la memoria consciente, del mismo modo que no hay infortunio vasco, gallego o catalán que los señores Beiras, Aoiz y Colom no atribuyan a las perversidades invasoras de España. Yo admiro profundamente la paz de espíritu que el nacionalismo y el infantilismo ofrecen a sus respectivos adeptos, y hay ocasiones en que a mí también me gustaría disfrutarla. Lo peor de esa beatitud no es que tenga, a la larga, efectos idiotizadores o embrutecedores, como casi todos los narcóticos, sino que trivialice y falsifique exactamente aquello que pretendía revelar: el infantilismo y el victimismo convertidos en coartadas sistemáticas, en justificaciones cínicas de la irresponsabilidad, a nadie ofenden más que a las verdaderas víctimas y a los verdaderos inocentes.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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