Hidrofobia madrileña
En Madrid nunca llueve a gusto de todos. Los madrileños se quejan de las sequías, siempre pertinaces, y se lamentan de la contaminación atmosférica y de la grave situación de los embalses, pero al primer chubasco ya están despotricando contra el clima. Entendidos en las más variadas disciplinas del saber, los madrileños son también meteorólogos por esa, presunta ciencia infusa que tan generosamente repartieron los dioses sobre los nativos de la urbe y que les faculta para disertar, sin cortarse un pelo y con mucha prosopopeya, sobre lo divino y lo humano. Los madrileños otean el cielo con ojo crítico y exarriman cirros, cúmulos y nimbos con secular escepticismo ' para decir luego: "Bah, cuatro gotas", minutos antes del diluvio, o "van a caer chuzos de punta", ante una simple nube de verano.En Madrid llueve poco, pero cuando llueve se nota mucho. Hasta hace unos años la lluvia en Madrid se evaluaba a través de las inundaciones del metro de Banco. Para que un aguacero fuese merecedor de reseña y comentario tenía que empezar anegando los bajos de la Cibeles. Los guasones, otra estirpe muy extendida en el foro, solían decir que el Ayuntamiento iba a dar clases gratuitas de natación y equipos de submarinismo a las taquilleras anfibias ole la céntrica estación metropolitana. Tras la capitalidad cultural de 1992, los aguaceros madrileños se miden por las goteras del Prado y del teatro Español, goteras iconoclastas que salpican a las meninas y obligan a Don Juan Tenorio a ponerse el chubasquero.
"Aquí, en cuanto caen cuatro gotas, todo el mundo saca el coche hasta para ir a mear", comenta el taxista. Si el cliente es del género femenino, el taxista dice: "Hasta para ir a comprar el pan".
Navegar bajo la lluvia con la vela del paraguas desplegada es para el madrileño toda una aventura náutica. Marinero de agua dulce, bautizado en el estanque del Retiro, o en el lago de la Casa de Campo, el madrileño no suele manejar bien el timón y emprende su peligrosa travesía con mucho cuidado para no quedar desarbolado y en ridículo por una ráfaga de viento, sorteando con audaces quiebros el tráfico marítimo de las aceras y evitando acercarse a los traicioneros acantilados de los bordillos para hurtar el cuerpo de las trombas de agua que producen los automóviles al incidir desenfadadamente sobre los charcos; deporte urbano muy extendido y que parece producir grandes satisfacciones a sus practicantes, a los que quizá de niños no les dejaban chapotear en el fango.
En Madrid la lluvia tiene fechas de obligado cumplimiento, dos citas protocolarias con la Feria de San Isidro y con la Feria del Libro. Con San Isidro, por agricultor, y con los libreros, por simple y pura mala leche, o quizá para vengarse de todas las sandeces y lugares comunes que sobre la lluvia derramaron poetas y literatos.
Uno de los lugares comunes más respetados cuando llueve en Madrid es ese que dice que la lluvia es muy buena para el campo. Los madrileños de asfalto lo repiten sin tregua, aunque inundaciones, riadas y pedrisco lo desmientan. En realidad, lo que quieren decir es que sólo debería llover en el campo, que parece más preparado para ello. Si la naturaleza fuera verdaderamente sabia, piensan en el fondo los madrileños, la lluvia se limitaría a regar huertas y campinas, rellenar embalses y alimentar las fuentes públicas y las mangueras de los barrenderos municipales. Entonces los madrileños saldrían de excursión para ver llover en la sierra de Guadarrama o en el monte de El Pardo y volverían a su ciudad de secano encantados con tan singular fenómeno meteorológico.
La lluvia, que es arte en Santiago de Compostela, en Madrid suele ser un asco, una calamidad que dispara otras muchas calamidades: averías eléctricas, caos circulatorio, baches irredentos, socavones anónimos, sótanos inundables, comisas endebles, fallas en las techumbres y en los cimientos, imprevisión e incuria municipal. Puede que una de las razones por las que llaman gatos a los madrileños sea porque comparten con los felinos una profunda, y en este caso razonada, aversión al agua.
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