La madre del agua
Monjes, cordero, olmos y ermitas habitan el valle del río Lozoya
El valle del Lozoya no es lo que era. Ni las aguas de su río dan ya de beber a los madrileños ni la demografía galopante ha permitido mantener el lugar apartado del mundanal ruido. La selva impenetrable del siglo XIX figura hoy desbrozada en los mapas de carreteras. Miles de domingueros y deportistas invernales transitan por ellas.Por eso mismo, el otoño es la época menos concurrida y mejor para dejarse caer por la cabecera del valle, allí donde al Angostura le cambia el nombre -en adelante, río Lozoya- y se erige el monasterio de Santa María de El Paular. Es fama que Enrique II de Trastámara prometió construirlo tras haber saqueado una cartuja francesa en una de sus correrías por aquel país. El cumplimiento de la promesa corrió a cargo de su hijo Juan I, a quien la broma le salió tan cara que incluso hubo de legar 250.000 maravedíes de su testamento. Las obras se remataron en 1440, y, para consumar la reparación del agravio, Juan II concedió a los monjes la propiedad del río Lozoya con toda la pesca.
A partir del siglo XVIII, terremotos, exclaustraciones, guerras, abandonos y expolios dieron al traste con la comunidad cartuja. La Desamortización de Mendizábal se ocuparía de sus tesoros, y también de dar a sus dependencias usos menos santos; a la entrada de la biblioteca se puede leer todavía: "Salón de baile". Hoy, un oficioso monje benedictino -orden que lo habita desde mediados de siglo- guía a los curiosos por las reconstruidas salas de la antigua cartuja. Camino de salida, claro está, les recuerda que la orden sobrevive gracias a las donaciones de los visitantes.
Dejando atrás los álamos que circundan el paraje, un paseo de olmos lleva hasta la capital del valle, Rascafría; la caminata, de dos kilómetros, merece la pena, aunque sólo sea por codearse con los ejecutivos y ministros vestidos con ropa deportiva que se alojan en el hotel Santa María del Paular (primitivo palacio de los Trastámara, anejo al monasterio).
En el mismo Rascafría hay poco que ver, si acaso la iglesia parroquial de San Andrés, pero mucho, en cambio, que comer. Aquí sería un delito no probar las carnes de cordero, cabrito y ternera, que han dado justa fama a todo el valle, o la fabada que sirven en Los Calizos, o incluso las más modestas empanadillas del restaurante Briscas.
Oteruelo y Alameda son pueblecitos para después del condumio. Y si la digestión no lo impide, se impone patearse la senda hasta la hoya de la Sabuca, un circo de origen glaciar cuya sola vista corta la respiración. De nuevo en ruta, los chopos incendiados por el crepúsculo anuncian la proximidad de Lozoya. Hay que subir a la ermita de la Fuensanta para contemplar el panorama: el hermoso pueblo serrano, los pinares, los windsurfers zigzagueando por el embalse.
Y a la ermita; los lugareños se reunieron un día de septiembre para bajar a la Virgen y rezar para que no se repitan ni las restricciones de aguani las facturas que les pasa el Canal de Isabel II. ¡Que esto les ocurra a ellos, que durante siglos dieron de beber a Madrid!
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.