Los estibadores de la Gran Vía
El pintor Enrique Cavestany ha soñado en 30 cuadros un Madrid marítimo
Unos doscientos pescadores atracaron ayer sus barcas a las once de la mañana frente a la Puerta del Sol para protestar ante la sede del Gobierno regional por el incremento en las tasas fijadas por la Administración para faenar en la Gran Vía.El presidente de Madrid, Joaquín Leguina, llegó una hora más tarde a la sede de la Comunidad, y, tras tropezarse con unos remos que dejaron tirados los chicos de la prensa, se dirigió a los pescadores en tono coloquial. Ambas partes dialogaron durante dos horas en la Puerta del Sol, cerrada al tráfico, fluido en esos momentos, y acordaron un incremento del impuesto en la mitad de lo que el Gobierno fijó en un principio.
Tal noticia sería tan placentera como inverosímil. Una ciudad donde sólo se escuchara el chapoteo del agua y palabras en busca de acuerdos, con los caballos de las estatuas hincando los cascos en la arena, resulta, en cualquier caso, tan atrayente para la vista como para el pensamiento.
Un poco así son los dibujos realizados por Enrique Cavestany, Enrius, de 50 años, gran conocedor del Madrid del caos, los atascos, contenedores y noctámbulos.
El metro en la mar
Por eso, porque se sumergió demasiado tiempo en la realidad, desde hace dos años dio rienda suelta a sus sueños y se inventó un metro con bocas que se abren paso hacia el mar, una Puerta de Alcalá acariciada por el salitre, san Isidro mirando hacia Dios sabe dónde, con todo un mar a sus espaldas en vez del río Manzanares, un transbordador nuclear que surca de nuevo la ría de la Gran Vía.La Gran Vía precisamente es la calle que más le incita a pintar. Ésa y el perfil de la plaza de España, vistos desde un velero que puede atravesar lo que sería la Casa de Campo si Madrid tuviese puerto de mar.
Pero la cabeza del artista ha engendrado unas calles abiertas a la conversación, pensadas para vivirlas, diseñadas no en el interior de un psiquiátrico, como pudiera sospecharse de algunas partes de la ciudad real, sino en la intimidad de las horas sin prisas delante del papel. El pintor se propuso crear el complemento perfecto para un cielo -el de Madrid- del que tanto se ha hablado: agua, a veces clara, a veces turbia, que refleje el discurrir de pájaros y nubes.
Un hombre que comenzó a pintar la metrópolis hace cuatro lustros, que fue propietario de La Mandrágora, aquel local donde Joaquín Sabina, Javier Krahe y Alberto Pérez grabaron un disco para la historia golfa de la ciudad, estaba condenado a cansarse tarde o temprano de los semáforos siempre rojos, los ministerios abarrotados de funcionarios y los coches llenos de cigarros adosados a los labios de entes vociferantes.
Todo eso lo había reflejado desde que en 1977 expusiera sus primeras obras. Desde entonces ha disfrutado de 13 exposiciones individuales y 17 colectivas. Pero con este último trabajo el objetivo era simplemente recrearse.
"La idea sale de querer soñar, de haber estado pateándome la ciudad y de ver que cada día es más jodido caminar; entonces me ha dado por soñar: qué maravilla si por aquí pasara un transbordador en vez de un autobús 141, de esos rojos horrorosos donde nos apiñamos".
Así que empezó a divertirse. Tomaba apuntes de edificios y de barcos, fotos, muchas fotos, y se metía en el estudio. "La gente no se lleva horas y horas en la Gran Vía buscando la inspiración, sino que toma apuntes, hace fotografías y se las lleva a casa".
Nada de Venecia
Y si el resultado de todo ello se parece algo a Venecia (el Palacio de Comunicaciones en mitad del agua), o a Nueva York (el perfil de la plaza de España recortando la brisa), no le preocupa.Dice que, como todo el mundo, ha hecho sus tres o cuatro viajes a esa ciudad y la tiene metida en las tripas. "Pero no es Venecia lo que veo cuando salgo a la calle, nada de Venecia, sino un Madrid de marismas. Llevo pintando Madrid desde hace más de 20 años, tengo obras en el Museo Municipal, he nacido aquí, lo he mamado, y me fastidia que esta ciudad se degrade paso a paso", reflexiona.
En cuanto a la técnica, muy sencilla: guache sobre papel. "He querido prescindir del color porque los tonos sepias y negros le dan un carácter como de grabado antiguo. La idea de la edición sería como la de un libro antiguo que se encuentra uno en la cuesta de Moyano". Paredes oscuras, húmedas, madera vieja y luces decadentes forjan un ambiente como de bohemia costera.
El artista recuerda que aquellos años de la Mandrágora en que Javier Krahe intentaba matar a su novia, y allí con el puñal, como un gilipollas, la novia se le iba, aquellos años forjaron también su capacidad de ensueño. Toda aquella gama de personajes, algunos de los cuales nadan hoy en la abundancia, le hiceron pensar que la realidad no debe de acabarse en el plato de lentejas que uno tiene delante todos los días. Se puede aspirar a más.
Pero de momento, Enrius sólo aspira a publicar su obra. Cuenta con un amigo suyo, Adolfo Castaño, crítico de arte y poeta, que escribirá los textos. "Todo saldrá perfecto si se publica". El artista busca desesperadamente una institución, como Cajamadrid o Telefónica, que patrocine parte de la edición.
"Todo el mundo te dice que es muy bonito, pero que estamos en crisis". Enrius cuenta también con un editor dispuesto a publicarle la obra, "pero el empresario pretende asegurarse cierto número de ejemplares vendidos, y ahí es donde entrarían en juego las instituciones".
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