Autonomía y solidaridad
JOSÉ V. SEVILLA SEGURAConsidera el articulista que sería interesante discutir los criterio s de solidaridad interterritorial, definiendo cuáles son los servicios que el Estado garantiza.
La idea básica que preside el sistema de financiación de las comunidades autónomas es la de conjugar autonomía y solidaridad. El sistema pretende garantizar a cada comunidad autónoma un volumen de recursos que permita a todas las comunidades autónomas prestar a sus ciudadanos el mismo nivel de servicios públicos de su competencia. Este tramo de financiación garantizada viene a cumplimentar la exigencia de solidaridad del sistema cuyo grado será mayor o menor, dependiendo de cuál sea el nivel de servicios que se garantiza con carácter general. A partir de aquí, la LOFCA abre la posibilidad de que cualquier comunidad autónoma pueda establecer tributos dentro de su ámbito territorial, alcanzando así, a su costa, prestaciones de servicios superiores a las garantizadas por el sistema. Éste es el tramo de la autonomía financiera, dado que tanto la cuantía como la composición de los tributos que vayan a establecerse dependen enteramente de la voluntad de cada comunidad autónoma.Esta es, pues, la forma en que la LOFCA conjuga esa doble exigencia de autonomía y solidaridad. Con un primer tramo de solidaridad, en el que cada comunidad autónoma -y cada ciudadano- contribuirá de acuerdo con su capacidad recibiendo, en cambio, recursos de acuerdo con sus necesidades y con un segundo tramo, de autonomía, en el que cada comunidad dispone de los medios para adoptar las decisiones que mejor convengan a sus preferencias e intereses.
Pues bien, lo primero que hay que decir es que todo lo que se ha discutido hasta este momento se refiere, básicamente, a problemas localizados en el primer tramo de financiación, esto es, en el tramo de la financiación garantizada. Es más, como hemos podido leer en la prensa, se han reiterado declaraciones de varios presidentes de comunidades autónomas diciendo claramente que, en absoluto, están dispuestos a establecer sobre sus ciudadanos ninguna clase de tributación adicional o de recargo.
La cobertura del tramo de financiación garantizada puede acometerse de dos formas. Una, que consiste en que la hacienda central transfiera a cada hacienda autonómica exactamente el volumen de los recursos necesarios para que ésta pueda financiar el nivel de prestación de servicios que el sistema garantiza con carácter' general. A este esquema responden las participaciones en los ingresos del Estado que todas las comunidades autónomas tienen reconocidas.
La otra posibilidad consiste en que cada comunidad autónoma participe en los tributos que el Estado recauda dentro de su ámbito territorial. Así sucede en el caso de los tributos cedidos, cuya gestión y recaudación es de las comunidades autónomas, y esta misma es la lógica de la participación territorializada del 15% en el impuesto sobre la renta, que constituye el núcleo de la polémica en curso.
La diferencia entre una y otra vía de financiación resulta bastante obvia; si todas las comunidades participan en los ingresos totales del Estado, sus recursos crecerán siempre a la misma tasa; en cambio, si la participación se establece sobre las recaudaciones de sus respectivos territorios, las tasas de crecimiento de los recursos diferirán, siendo mayores en las comunidades más dinámicas que acabarán obteniendo relativamente más recursos. En consecuencia, esta forma de operar atentará paulatinamente contra la solidaridad, a menos que establezcamos algún mecanismo capaz de corregir este efecto.
Entre ambas posibilidades financieras parece existir una preferencia generalizada por la segunda. Casi todas las comunidades autónomas y también el Estado, parecen favorables a las participaciones territorializadas en los ingresos aduciendo que esta vía de financiación facilita la corresponsabilidad fiscal de las comunidades. Por un lado, se dice, los ciudadanos serán más conscientes de que una parte de los impuestos que pagan va a parar a su comunidad autónoma y, de otra, la colaboración de estas en las tareas de gestión tributaria, tal como sucede ya en los tributos cedidos, vendrá a reforzar esta misma idea de que no es sólo el Estado quien exacciona los tributos ((Debe advertirse que los atributos de la corresponsabilidad fiscal, tal como se ha definido -que el ciudadano sepa que una parte de los tributos que pagan son para su comunidad autónoma y que las comunidades puedan compartir la gestión tributaria con el Estado- no aparejan, en absoluto, que la cobertura del tramo de financiación garantizada tenga que hacerse mediante participaciones territorializadas. La corresponsabilidad, por tanto, sería también formalmente compatible con la participación en los ingresos del Estado). En consecuencia, si éste ha de ser el camino, el problema estriba en hallar el mecanismo que permita corregir los efectos adversos sobre el patrón de solidaridad que el sistema de participaciones territorializadas comporta.
La primera cosa que cabe hacer para que todas las comunidades autónomas, a pesar de nutrirse de participaciones territoriaflzadas, sigan disponiendo del volumen correspondiente de recursos garantizados, sería que el Estado cubriese la diferencia entre este volumen de recursos garantizados y los obtenidos mediante la participación territorializada. Naturalmente, en el caso de que alguna comunidad obtuviese mediante su participación territorializada un volumen de recursos superior al garantizado, debería hacer lo propio y devolver al Estado esa diferencia. De esta forma la neutralidad de la fórmula respecto de la solidaridad estaría garantizada.
Sin embargo, aunque se han propuesto fórmulas que llevaban a este resultado (por ejemplo, determinando año a año y de forma correcta, la recaudación normativa) no parece que hayan despertado grandes entusiasmos.
En esta misma línea de razonamiento cabría situar una posibilidad alternativa consistente en revisar periódicamente la magnitud de las participaciones territorializadas. Así, cuando una comunidad obtuviese reiteradamente por esta vía más recursos que los necesarios para cubrir su financiación garantizada, se podría reducir aquella participación. En la medida en que las participaciones territorializadas suponen una distribución de los recursos públicos entre la hacienda autonómica y la central, no tiene nada de extraño que cada cierto tiempo se proceda a revisar el criterio de distribución de tales recursos, atendiendo a lo que el sistema ha venido proporcionando a cada nivel de hacienda en relación con sus necesidades. En el intermedio, para compensar los desajustes año a año, cabría mantener la política niveladora del Estado, aunque limitándola a las haciendas deficitarias, lo cual supondría un coste adicional para la hacienda central y, desde luego, introducir una cierta alteración en el patrón distributivo.
Y es que mientras nos sigamos moviendo dentro del tramo que hemos llamado de la financiación garantizada, lo único que tendría sentido discutir es, precisamente, el grado de solidaridad. Si el patrón de equidad interterritorial se mantiene, harían un pésimo negocio las comunidades más ricas y dinámicas forzando la obtención de recursos adicionales por la vía de las participaciones territorializadas, puesto que por cada peseta adicional que obtuviese su hacienda, sus ciudadanos probablemente tendrían que pagar algo más de una peseta, dado que, como sabemos, en el tramo de la financiación garantizada cada comunidad obtiene recursos de acuerdo con sus necesidades mientras que los aporta en función de su capacidad. Por tanto, si no se quiere tocar el patrón de solidaridad interterritorial existente sería más sensato para las comunidades más dinámicas recurrir al tramo de la autonomía financiera, donde obtener una peseta cuesta sólo una peseta.
Como se ve, resulta difícil compatibilizar todas las pretensiones. Si una autonomía -rica y dinámica- obtiene más recursos de sus participaciones territorializadas, el Estado, a su vez, para mantener el patrón de solidaridad existente, necesitaría introducir recursos adicionales en el sistema para compensar a las autonomías menos dinámicas con lo cual, a corto plazo, probablemente aumentaría el déficit público -lo que no parece deseable- y a medio plazo, tendrían que aumentar los impuestos estatales con lo cual, como hemos visto, la autonomía más dinámica podría acabar contribuyendo con un volumen de recursos superior al obtenido por su hacienda.
El camino que, al parecer, se está utilizando, de hecho, para intentar salir de este atolladero es el del esfuerzo fiscal. Las comunidades más dinámicas aseguran que si con un sistema de participaciones territorializadas pasan a disponer relativamente de más recursos es, precisamente, porque hacen mayor esfuerzo fiscal que las demás y, siendo así, tienen perfecto derecho a percibir la diferencia. A tal fin se calcula una recaudación normativa correspondiente a las participaciones territorializadas, que es la que debería obtener cada comunidad aplicando el mismo esfuerzo fiscal y si la recaudación real fuese mayor, la comunidad en cuestión tendría derecho a retener la diferencia, dado que, según se asegura, habría efectuado un esfuerzo fiscal por encima de la media, entrando, pues, de lleno en la lógica de lo que antes llamamos tramo de la autonomía financiera.
Sin embargo, este planteamiento es básicamente incorrecto. La norma tributaria, lo que debe pagar cada persona y, por tanto, lo que acabará recaudándose, está dicho en la ley. Es absurdo suponer que de la aplicación de una misma ley pueden derivar esfuerzos distintos. Pueden, eso sí, derivarse presiones fiscales distintas pero, precisamente, para que el esfuerzo sea el mismo. La búsqueda de fórmulas econométricas que nos permitan medir el esfuerzo fiscal tiene sentido cuando se comparan países con sistemas fiscales diferentes, pero no lo tiene cuando se trata de aplicar la misma ley. En este caso, lo único que podría explicar alguna diferencia sería la distinta diligencia con que se comportan las diferentes administraciones autonómicas y, por tanto, la presencia de volúmenes de evasión muy distintos. Por tanto, tratándose del impuesto sobre la renta cuya gestión no hacen las comunidades autónomas, resulta difícil justificar diferencias de recaudación atribuibles a diferencias en la eficacia gestora y esto mismo ocurrirá si se avanza en el proyecto de Administración Tributaria única.
De forma inmediata da la impresión de que no hay mucho que hacer. Probablemente el Estado acabará poniendo más dinero en el sistema y probablemente también, se afectará en alguna medida al patrón de solidaridad. Por más que la complejidad técnica haga difícil entender, esos son, en el fondo, los contenidos de las discusiones en curso.
Ahora, lo verdaderamente curioso de todo esto es que, pese a estar discutiendo de solidaridad, nadie sabe, a ciencia cierta si el actual patrón de equidad interterritorial es realmente justo o no. Nadie sabe, en definitiva, si con los recursos que el sistema pone en manos de cada comunidad, éstas pueden financiar un mismo nivel de prestación de servicios como requeriría la equidad o bien a unas les sobra mientras a otras les falta. Y no deja de ser absurdo discutir por el margen cuando se ignora lo fundamental. Por eso, sería interesante, más allá de las premuras de hoy, plantearse con calma el desarrollo futuro que queremos darle al sistema de financiación autonómica y, desde luego, estudiar y discutir los criterios de solidaridad interterritorial, definiendo exactamente cuáles son los servicios que el Estado garantiza en todo el territorio nacional, cuál es el nivel de prestación pretendido y, a la vista de ello, cuál es el volumen de los recursos que el sistema debe garantizar a cada comunidad, para satisfacer tales requisitos de equidad. Mientras no despejemos estas incógnitas estaremos irremediablemente en una discusión ciega en la que los ricos entenderán que ponen demasiado mientras que los pobres se sienten permanentemente agraviados. Clarifiquemos, pues, esto y discutamos de ello. No es la ausencia de conflictos lo que caracteriza a una sociedad plural y democrática, sino la forma de afrontarlos y solventarlos.
es economista.
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