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Reportaje:

"Que sus vi a matar"

Chicos de barrio y profesionales de las armas desplazan a los 'yuppies' en los juegos de guerra en Pelayos

Francisco Peregil

El Paintball, aquella Bosnia en miniatura y de juguete que se presentó hace cuatro meses en una finca de Pelayos de la Presa (2.000 habitantes) como el pasatiempo que esperaban los yuppies madrileños para igualarse a sus colegas londineses o neoyorquinos, no ha calado entre ellos.Son más bien los chicos de barrio, amigos unidos por cualquier bar de Moratalaz, y algún profesor de matemáticas aislado, quienes se apoderan de estos juegos de guerra los fines de semanas. También acuden hombres de cabeza semirrapada, gafas negras y cazadora de cuero, que se entrenaban antes en fincas particulares y se presentan ahora con ropa militar propia para competir con los monitores del juego. Todos reciben, por 3.500 pesetas, bocadillo, almuerzo y vestuario. Después, 1.000 más por cada 50 bolas.

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Pocos soldados

Manchada en sangre

A la entrada de la finca se aprecia un tablón con las leyenda Painball manchada en sangre. Se avanza por el camino de la finca El Tejar y todo parece cubierto por manchas de sangre: troncos, piedras, cristales de coche y casetas. Se tarda poco en comprobar que la sangre no es sino el colorante alimentario que desprenden las balas al estrellarse. Al lado de la, oficina, aparece una hilera de coches marca Jaguar, BMW, Rolls Royce y similares. Cualquiera pensaría que la clientela del Painball no va descalza, pero los coches son de segunda mano, no pertenecen a ningún cliente y están a la venta a partir del millón de pesetas. El encargado de venderlos es uno de los monitores.

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Los de Moratalaz aparcaron el domingo pasado junto a los Jaguar a las 9.30. Estudiantes de Telecomunicaciones, camareros, auxiliares de clínica, primos, novias y hermanos, gente de las que baja un domingo al bar de la esquina a tomarse una caña en grupo, arribaron como si fueran a volar por primera vez. Les entregan la ropa, se visten de militares, con los protectores de cuello, las gorras y las máscaras; y es como cuando le das a un niño la ropa de su equipo preferido. Fotos por aquí, diciendo patata, patata, vídeo por allá, empujones y carcajadas. "Iros preparando que sus vi a matar a todos". Frases como ésa o "que me han morido", "chaval, ¿qué haces matándome a mí, si soy de tu equipo?", salen de las bocas sonrientes de los muchachos de Moratalaz.

Casi todos vinieron por la mediación de uno de los monitores, empleado de banca, que conoce al dueño del bar donde paran. "¡Qué poca gente viene, joder, si no llegamos a venir nosotros, no hay nadie para jugar. Y es un domingo, que Madrid a estas horas está lleno de domingueros", comenta uno.

El profesor de Matemáticas hace estiramientos y mientras tanto explica que las tres o cuatro veces que vino siempre había igual número de personas y que tampoco eran yuppies (jóvenes ejecutivos) los que se encontraba, sino gente muy normalita. Él dice que está entrampado con la hipoteca de un piso, que su coche es una pena de coche y que las 6.000 o 7.000 pesetas que se gasta en cuatro horas las da por bien empleadas.

Después de ellos llegarán como diez hombres y una mujer con cazadoras de cuero, el pelo al rape muchos de ellos, y gafas de sol. "Dan miedo, ¿eh?, parecen mercenarios", comentan entre risas algunos de Moratalaz. Otro compañero se persigna mirando hacia ellos. Un monitor explica que ellos tienen un equipo formado, que son empleados y propietarios de la cadena de tiendas Soldier, que traen jerseis resistentes a las balas y buenas armas.

Y ellos, los soldiers, diseñan estrategias y escarceos para competir después con los monitores. Uno de los muchachos cuenta que se les asocia a la extrema derecha, pero que simplemente se dedican a vender trajes y armamentos bélicos sin preguntar a sus clientes por la ideología.

"Que sus vi a matar"

El guerrillero explica también que durante algún tiempo enviaron empleados suyos para entrenarse en los campos de Inglaterra, que compiten con sus socios de Lisboa y que se ha entrenado muchos fines de semana en fincas particulares: "No hay ningún deporte menos violento que éste, ni el fútbol, ni el baloncesto, ni nada, en cualquiera te haces más daño que aquí. Nosotros les hemos dado consejos a esta gente de la finca para que incorporen nuevos juegos que a lo mejor les sirven. Sé que quieren hacer campeonatos entre algunos equipos de Madrid, pero la verdad es que aún no está lo suficientemente implantado"."Qué quieres que te diga", se confiesa el profesor, "pero a mí esta gente no me convence nada, en cualquier momento les puede asomar el racista que llevan dentro".

Muchos de los enemigos del paintball se oponen precisamente a este juego esgrimiendo que puede servir como escuela y gimnasio de ultras y cabezas rapadas.

Raúl, uno de los guías, da las instrucciones a los de Moratalaz (los soldiers no las necesitan): "Hay varios campos de juego. Hacemos dos equipos, y una advertencia clara: la máscara no os la quitéis en ningún momento. Ya sé que es incómoda, que se empaña y que se ve mejor sin ella, pero os pueden saltar un ojo si os la quitáis. En el momento en que os manchen con una bala os salís del campo. Si le dais a uno y no se sale, nos pedís chequeo a los árbitros".

Tras el discurso, se forman los dos equipos, unos con brazaletes blancos y los otros con marrones; se designan sendos capitanes encargados de portar la bandera, y el camión, muy parecido a los que se ven en los reportajes sobre Bosnia, se encarga de colocar a los guerrilleros en el campo de batalla.

Cuando comienza la guerrilla, cada uno da rienda suelta a su fantasía. Se arrastran entre los arbustos, asoman la cabeza entre los troncos y una bala les silba en la oreja, y después de haber cubierto 25 metros corriendo, sorteando los tiros del enemigo, las piedras y las jaras, uno cae eliminado por una bolita que apenas le roza la espinilla, de la forma más mediocre que imaginarse pueda. Hay que salirse del campo con el chupete (una especie de tapón de color) colocado en el cañón del fusil. Cuando termina la batalla, muchos ni se enteran de si su equipo perdió o ganó.

En menos de 20 minutos, todos están muertos, lavándose los manchones rojos. La mayoría de los chistes que se le podrían ocurrir a Gila sobre la guerra, y algunos más, se desgranan sobre aquella finca. Hasta se puede ver a una monitora perfectamente caracterizada de soldado y con las uñas pintadas de rojo. "¿Alguna chica se anima a formar conmigo un equipo de mujeres?". Ninguna de las dos que acudieron el domingo se animaron. Y eso que una de ellas se movía con bastante destreza en el campo de batalla.

"Me tienes admirado, de verdad", le decía Raúl, uno de los monitores.

"Bueno, es que yo hago algo de deporte, salto de valla, y eso ayuda".

"Ya, ya, pero es que además captaste enseguida de qué va el rollo en este juego".

Si alguna enseñanza se extrae, es que las bolas pican y hacen moratones y chichones. La otra: que, cuando un árbitro te echa, hay que salirse del campo. Desde junio, los árbitros sólo toparon con una persona que no acataba sus normas. "No se quería salir", cuenta Javier, uno de los monitores, "y le dije que por favor saliera, que si no estaba de acuerdo conmigo lo discutiríamos fuera. El hombre se puso hecho una fiera, y la mujer me dijo que no me preocupara, que él siempre se comportaba así, aunque fuese jugando al parchís. Lo que está claro es que aquí no nos gustan los rambitos".

Al segundo o tercer juego, alguien se queja al monitor de que su escopeta no dispara. "¿A que has cogido bolas del suelo y las has metido dentro... Claro, eso es lo que te ha pasado. Venid, venid, escuchadme todos: no se pueden coger bolas que veáis tiradas, porque se dilatan y taponan los cañones". "Gorrón", le dice alguna al culpable sonrojado.

El domingo pasado todo transcurrió con normalidad. Se conquistaron castillos y pueblos, se asaltaron fortalezas, se vadearon ríos, sin que se registrara una sola herida de gravedad. Moratones, muchos, eso sí, porque los proyectiles pican y duelen cuando dan en carne blanda, y si es en la cabeza, levantan chichones. Por eso está prohibido disparar a menos de tres metros de distancia.

Los monitores -un empleado de banca, una estudiante de informática y un protésico- retaron a todos los que quisieran a una batalla en el castillo. A esas alturas de la tarde ya había confianza entre alumnos y maestros como para intercambiar fanfarronadas, tipo "vaya paliza que os vamos a dar", "más vale que os lo penséis antes de jugar"... Tres monitores contra 12 principiantes. Los de Moratalaz y el profesor de matemáticas debían introducir una bandera en la almena. No pudieron. Los monitores fueron eliminándolos a todos, enrojeciendo sus ropas a base de balazos.

Matar a un compañero

A las tres de la tarde todo había concluido. Comieron patatas con pollo y helado de postre. Los soldiers en una mesa y los de Moratalaz en otra.

Los que más disfrutaron fueron los del grupo, que ya se conocían. Durante media hora se estuvieron riendo de uno que de repente, en el fragor de los tiros, se percató de que alguien le disparaba por la espalda, se volvió y se dio cuenta de que era un compañero de equipo quien lo acribillaba. Tal vez ésa sea otra de las conclusiones: no merece la pena ir a la guerrilla si no es con un amigo que se ría de uno.

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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