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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sorprendente

UNA CADENA de sorpresas caracteriza los tres lustros del pontificado del papa Wojtyla. En 1978 accede al Vaticano un enérgico polaco formado en el duro trabajo de las minas, en la persecución nazi y en el estudio clandestino del seminario. Ha recorrido la Tierra en 60 viajes, ha conseguido centrar en su persona la atención de millones de personas y ahora nos sorprende con la seguridad de su doctrina sobre los fundamentos de la moral que podría pasar a la historia como continuadora de los papas Pío IX (1846-1878) y Pío X (1903-1914), involucionistas fustigadores del modernismo.En Veritatis splendor, el Papa proclama urbi et orbi su "verdad". Según esta encíclica, la conciencia individual, la libertad y la autoridad pública tienen poco de qué dudar para encauzar a los hombres y a los pueblos por la senda de la felicidad. La "verdad" reside en el concepto de la "ley natural", que la modernidad ha ido contradiciendo de modo frontal y que este papa reivindica con rasgos nítidos y sorprendentes. Las declaraciones universales de los derechos humanos no son más que tenues aproximaciones a lo que, a su juicio, debería haberse mantenido como norma universal de las conciencias y gobierno de los pueblos. Sin duda, una rotundidad tan excesiva en las definiciones -y al margen de la coherencia que pueda entrañar defender las propias conclusiones con tal firmeza- mina la credibilidad de la Iglesia y aumenta el alejamiento ciudadano. Nadie critica que la cabeza visible del catolicismo se exprese con libertad; lo que asombra es que trate de imponer seguridades no compartidas a 800 millones de creyentes. (Por ejemplo, los sondeos en EE UU poco antes de la visita pontificia mostraron que el 80% de los católicos no siguen las enseñanzas del Papa en materia de anticonceptivos. Y que el 75% defendía el celibato opcional de los sacerdotes y la ordenación sacerdotal de las mujeres). Desde la intransigencia resulta difícil estimular el debate, y más si, como se deduce del texto, no se valoran los argumentos de los oponentes.

¿No significan nada la historia y los descubrimientos científicos para el conocimiento de los cambios en la propia naturaleza humana, en la nueva estratografía social y en las nuevas relaciones que se han planteado entre el hombre y la naturaleza, y, dentro de las mismas relaciones humanas más íntimas en la pareja, en la familia, y en los sistemas económicos y políticos?

Pensamos que la proclamación de los grandes principios del decálogo pueden constituir puntos valiosos de referencia para el hombre moderno que ha descubierto el ejercicio de su libertad y trata de abrirse camino en una sociedad cada vez más compleja y cargada de conflictos entre derechos subjetivos todos ellos respetables. Pero también que la certeza absoluta en el valor de la verdad que encierra la "ley natural" es, cuando menos, sorprendente, ahistórica y alejada de la realidad empírica más cotidiana.

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