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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Caballero del camino

Mario Vargas Llosa

La primera vez que vine a Australia, en 1978, impresionado por la modernidad y afluencia de Sydney pedí a un amigo que me llevara al barrio más pobre de la ciudad. Después de recorrer un par de horas aquel decoroso suburbio, le comenté: "Ustedes no sospechan siquiera lo que es la pobreza". Avergonzado, él se defendió explicándome que los pobres de Australia eran los Aboriginals, ciudadanos de segunda a los que había que ver, semidestruidos por el alcohol, en sus asentamientos del centro del país. Ya entonces la mala conciencia de buena parte de la occidentalizada sociedad australiana por la situación de los nativos (un ocho por ciento de la población, atomizada en cerca de doscientas lenguas y dialectos) era visible: en los museos se habían retirado de las vitrinas los objetos etnológicos de índole religiosa para no herir la susceptibilidad de aquellas culturas.Quince años después, y pese a que por doquier oigo hablar de desempleo y recesión, las ciudades que visito -Sydney, Melbourne, Canberra, Port Douglas- me parecen todavía más espectacularmente prósperas que entonces. Y enriquecidas con una presencia asiática que antes no existía. Signo de los tiempos, Australia se vuelca ahora a comerciar con sus vecinos y abre sus fronteras a los japoneses, coreanos, taiwaneses, etcétera, a los que antes mantenía a raya temerosa de perder su condición "europea" (es decir, blanca). El tema de los aborígenes sigue siendo de una actualidad candente, al extremo de que, por donde voy, me piden mi opinión al respecto, como si alguien llegado de las antípodas pudiera terciar en un debate tan íntimo. Lo ha reavivado una audaz decisión del Tribunal Supremo, estableciendo el derecho de los indígenas a reclamar las tierras ocupadas por los europeos (o a recibir una compensación monetaria por ello) si pueden probar su tradicional enraizamiento en dicha comarca o lugar.

¿Podrá algún pueblo o familia descendiente de los oriundos de Australia aportar semejante prueba? Si el último libro que escribió Bruce Chatwin, The Songlínes (1987), no exagera o inventa demasiado, será bastante dificil y el asunto dará lugar a litigios borgianos. Los primitivos australianos eran nómadas pero tenían una noción muy precisa de su espacio territorial, del ámbito geográfico que pertenecía a cada tribu y clan. Ahora bien, los límites de estos territorios eran invisibles y musicales, unas "líneas sonoras" cuyo conocimiento los ancestros mantenían en secreto y legaban a los discípulos luego de complicadas, y a veces sangrientas, ceremonias de iniciación. En esta mitología fundacional, al principio no fue el verbo sino la melodía y el ritmo: la música precede a las palabras y a la existencia de los animales, las plantas y las cosas. Todo lo que existe fue "cantado" por los primeros ancestros, escapó de la nada hacia el ser gracias a una canción.

En The Songlines hay un australiano de origen ruso, Arkady Volchok, que se ha echado sobre los hombros la mayúscula tarea de trazar un mapa de los lugares sagrados de esta geografía invisible y melómana, a fin de evitar que el ferrocarril en construcción entre Alice Springs y Darwin los arrolle. Su empeño es heroico porque divulgar aquel conocimiento es para los nativos transgredir un tabú y, por lo tanto, ellos se resisten a cometer un sacrilegio aun cuando sea en beneficio de la supervivencia de su propia cultura.

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Pero la dificultad mayor que afronta Arkady deriva de la naturaleza misma de aquella orografía mítica, que, al pasar de la memoria o fantasía de los aborígenes a la concreta realidad cartográfica no siempre coincide y a veces denota insuperables incompatibilidades. La poesía y el mito no son incompatibles con la vida, desde luego, sino sus manifestaciones más excelsas. Pero así como el agua y el aceite resultan sustancias írritas la una a la otra y no toleran ser mezcladas, las fronteras musicales levantadas por remotos pueblos nómadas que puñados de sus descendientes contemporáneos aún recuerdan, desafinan y se diluyen al ser retrotraídas al mundo físico. Si alguna vez pertenecieron a la realidad objetiva, esas "líneas sonoras" se emanciparon luego de ella, como las ficciones se emancipan de las experiencias históricas y personales a las que deben el ser, y 'traducirlas', retrocederlas a su origen y reincrustarlas en el mundo natural, es vaciarlas de consistencia. Esto no quita grandeza moral, desde luego, al designio altruista de Arkady de reparar una injusticia cometida antaño por una sociedad poderosa contra una débil, pero sí delata la estirpe utópica de cierto multiculturalismo actual que cree posible remontar el tiempo o congelarlo.

El personaje principal de The Songlines no es Arkady, ni tampoco los aborígenes de Australia, sino el narrador, al que en este caso preciso sí es posible identificar con el autor. El libro, como todos los que Bruce Chatwin escribió, es un cajón de sastre: relato de viajes, fantasía, investigación etnológica, fragmentos autobiográficos, reflexiones, sueños. La fascinación del narrador por los signos escondidos de la trashumante geografía de los primitivos australianos, no tiene, como en el caso de Arkady, una motivación social. Para él aquéllos simbolizan de manera ejemplar su idea apasionada, en cierta forma mística, de las culturas nómadas, en las que creyó ver una forma más acendrada de humanidad, una ética más auténtica y una vocación de libertad mayor que en las sedentarias, y a las que estudió, acompañó y buscó por todos los rincones del mundo por los que aún deambulan.

Más de veinte años de su vida dedicó Chatwin a convivir con esas sociedades peripatéticas del globo hasta convertirse él mismo en uno de esos gentlemen of the road, como los llamó, a los que, según su particular mitología, la vida en perpetuo movimiento hizo más austeros y espirituales, más rebeldes a las jerarquías y a la sumisión y menos propensos a la crueldad. Yo no creo que esto sea cierto; o, mejor dicho, creo lo contrario, que la cultura urbana permitió un desarrollo de la civilidad, de la vida intelectual, del comercio y de las técnicas sin lo cual nunca hubiera nacido el individuo soberano ni se hubiera disociado el derecho de la fuerza ni progresado la noción de libertad. Ello no me impide y acaso hasta me coloque en una postura privilegiada para admirar la sutileza y la elegancia con que Chatwin idealizó moralmente y embelleció artísticamente la realidad primitiva y marginal. El suyo es, para mí, un mundo de ficción y no la fidedigna crónica de un descubrimiento científico, porque sus relatos de viaje, sus ensayos y novelas son, en el mejor sentido de la palabra, es decir en el sentido que estas expresiones tienen en las obras de un Joseph Conrad o en un Graham Greene, pintorescos y excéntricos, algo que, de entrada, delata una distancia, la perspectiva de la civilización, en quien escribe o fantasea: ningún hombre o pueblo primitivo se siente pintoresco ni sabe que lo es, nadie es excéntrico a menos de ser juzgado como tal desde un centro, desde una 'capital'.

Cuando escribía The Songlines Bruce Chatwin debió tener ya la premonición de la misteriosa enfermedad (probablemente sida) que lo devastó antes de acabar con él, en enero de 1989, a la temprana edad de 48 años. Porque el libro es también un testamento, en el que el narrador ha incorporado apuntes y notas de viaje de toda su vida, viñetas o anécdotas casi siempre sorprendentes y a menudo fulgurantes de sus vagabundeos por los desiertos africanos o los bosques y aldeas de la India, de China, de Afganistán y de decenas de otros lugares en los que siempre se las arregló para detectar lo extraordinario y lo exótico con infalible certeza. Estas páginas, entre las más seductoras del libro, parecen vestigios de un gran proyecto totalizador sobre el mundo de los nómadas que quedó inconcluso.

Como sus otros libros, pero, sobre todo, el primero, In Patagonia (1978), hechicera relación de viaje por las pequeñas comunidades de origen galés y escocés en aquellas tierras del confín de América, The Songlines escapa a toda clasificación literaria convencional. Erudición y fantasía, documento y delirio, humor y ciencia, invento e investigación se funden en él de manera inextricable, gracias a una prosa de enorme eficacia integradora: precisa como un reloj, fluida, risueña, de rica textura, delicada, elegante y escrupulosa.

Pero, a pesar de lo mucho que valen los cinco libros que publicó (hay un sexto, póstumo, que reúne sus ensayos, reportajes y relatos periodísticos: " What am I doing here (1989), tengo la impresión de que la vida de Bruce Chatwin fue todavía más original y aventurera que su obra escrita y espero con impaciencia la biografía en la que ahora trabaja Nicholas Shakespeare para conocerla con cierta objetividad. Porque lo que se sabe hasta ahora de ella es sobre todo la leyenda, a la que su muerte avivó con un gran chisporroteo chismográfico. Fue un joven apuesto y llamativo que una vez se presentó en un baile de sociedad con una serpiente pitón viva en el cuello en vez de corbata, e hizo una carrera veloz en Sotheby 's, donde se lo consideraba el muchacho maravilla, con un gran futuro por delante. Renunció a él para trotar junto a los nómadas del planeta, en largos viajes por los cuatro puntos cardinales, sobre los que escribía a veces crónicas para revistas, y desde donde enviaba a sus amigos ingeniosas postales. Estuvo, o inventó que estuvo, preso en manos de soldados de pueblos bárbaros y a punto de ser devorado por fieras y alimañas, y fue testigo o protagonista de todas las formas imaginables de lo inverosímil, lo extraordinario y lo espantoso. Era tímido, aparecía y desaparecía por meses y años, y cuando tomaba confianza y se ponía a hablar deslumbraba a sus oyentes. La aparición de su primer libro In Patagonia lo catapultó a una fama que iría creciendo con los que vinieron después. Hoy su figura es objeto de culto en Gran Bretaña.

También en Australia. ¿Es una coincidencia que me trajera The Songlines conmigo y lo fuera leyendo en el viaje por este país enardecido en este momento con el debate sobre el tema de los 'aborígenes' que es el hilo conductor del libro de Bruce Chatwin? Todos los australianos parecen haberlo leído, pero las opiniones son muy diversas y van desde quienes aseguran que su descripción de la visión del mundo encarnada en las "líneas sonoras" es rigurosamente fiel hasta quienes la rechazan en bloque, como un bello embauque literario. Yo creo que tiene más de lo último que de lo primero, y esto, para mí, y sospecho que también para Bruce Chatwin, no devalúa su libro en absoluto, más bien aumenta su prestigio. Porque hacer pasar la ficción por realidad, o insertar la ficción en la realidad, es una de las más difíciles e imperecederas empresas humanas, y la más cara ambición de todo narrador.

Mario Vargas Llosa, 1993. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1993.

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