En Júpiter ¿el año que viene?
En los confines del Sistema Solar, apenas iluminada por la luz procedente del Sol, se encuentra la nube de Oort. En la zona más remota de dicha nube, que se extiende hasta una distancia decenas de miles de veces mayor que la que separa a la Tierra del Sol, se concentra una multitud de cometas sobre los que dicho astro ejerce una atracción gravitatoria tan débil, en razón de su enorme lejanía, que apenas si es suficiente para mantenerlos en el seno del Sistema Solar. Se mueven así, perezosamente, a velocidades minúsculas en términos astronómicos, tardando, si no hay contratiempos que alteren sus desplazamientos, millones de años en completar sus órbitas.Los cometas que componen la nube son enormes trozos de hielo, junto con monóxido de carbono, amoniaco y metano helados y trazas de otras sustancias, que llegan a tener decenas de kilómetros de diámetro. Su temperatura en la nube es tan sólo de unos pocos grados por encima del cero absoluto, como corresponde a la gelidez cósmica de una región tan alejada de cualquier fuente de calor.
Seguramente no tendríamos noticia de su fantasmal existencia si nada afectara a sus órbitas inestables. Pero a veces se producen perturbaciones, incluso muy débiles, que son capaces de sacar alguno o algunos de los cometas de sus precarias posiciones de equilibrio, precipitándolos hacia el interior del Sistema Solar. Cuando un fenómeno así ocurre, el cometa afectado cae hacia el Sol en órbitas extremadamente excéntricas debido al tirón gravitatorio de este último, de modo que llegan a pasar cerca de él a enormes velocidades, para luego acomodarse en órbitas muy alargadas cuyos periodos son expresables, esta vez, en años.
Y es, justamente, al ser expulsados de su región de origen e iniciar su vertiginoso camino hacia el centro del Sistema Solar cuando los cometas dan noticia de su existencia, se hacen visibles y desarrollan uno de los espectáculos visuales más suntuosos de entre todos los accesibles a la observación astronómica. Según se aproximan al Sol, se calientan y parte de su corteza empieza a desprenderse. La radiación y las partículas subatómicas que el Sol emite, lo que se denomina el viento solar, inciden sobre su superficie y arrancan parte del material, ya en descongelación debido al aumento de temperatura, arrastrándolo lejos del núcleo central e iluminándolo. Así, el cometa va dejando parte de sí mismo en forma de estela dirigida siempre en dirección opuesta al Sol. Esa estela, que puede llegar a ser gigantesca, de hasta varios millones de kilómetros de longitud, es la cola del cometa, su rasgo distintivo y el adorno exquisito de muchos de ellos.
Naturalmente, los cometas más pequeños se volatilizan cuando se aproximan al Sol o a algunos de los grandes planetas, y desaparecen en su primera excursión o después de unas pocas. Los más grandes pierden en sus estelas una parte de su dotación inicial, cada vez que pasan por las proximidades del Sol, pero tienen masa suficiente para orbitar una y otra vez y aparecérsenos así como fenómenos períodicos que podemos prever. De hecho, todos los cometas con nombre propio son lo suficientemente grandes como para haber podido sobrevivir a su paso por la parte más interior del Sistema Solar, siendo el cometa Halley, cuya órbita tiene un periodo de 76 años, sin lugar a dudas, el más conocido.
El 30 de junio de 1908 se registró una violenta explosión cerca de Tunguska, en Siberia Central, que arrasó más de 2.000 kilómetros cuadrados de bosque y fue escuchada a enormes distancias del lugar del suceso. La onda de choque que produjo la explosión en la atmósfera dio dos veces la vuelta a la, Tierra antes de disiparse, y el polvillo que desprendió, y posteriormente dispersó a lo largo y a lo ancho de la superficie terrestre, era ostensible en Londres, a unos 10.000 kilómetros de distancia, un par de días después de la explosión.
El extraordinario fenómeno de 1908, cuyos efectos son todavía visibles sobre el terreno, ha sido objeto de las más imaginativas y arbitrarias teorías; hoy parece fuera de duda que se trató de la colisión de un fragmento del cometa Encke, cuyos restos se encuentran en una zona atravesada por la órbita terrestre. Si los fragmentos de un cometa son pequeños, al entrar en la atmósfera se calientan y volatilizan, apareciéndosenos como estelas luminosas que rápidamente se apagan y que se conocen como estrellas fugaces. Contribuyen, así, a que nuestros deseos más íntimos se realicen... si somos capaces de formularlos al tiempo que caen y desaparecen en breve llamarada. El que produjo la explosión de Tunguska fue mayor, compuesto básicamente de hielo, por lo que no dejó cráter visible, y sus efectos, si bien catastróficos, se limitaron a una región cercana al punto de impacto.
Y es que, en su loca incursión hacia el centro del Sistema Solar, un cometa puede cruzarse con las órbitas planetarias o puede pasar cerca de un planeta y modificar su trayectoria o romperse. Las colisiones de cometas, o de trozos de cometa, con planetas y satélites son, en consecuencia, frecuentes, y el cercano caso de Tunguska es un ejemplo. También los asteroides, cuerpos irregulares ricos en metales pesados, que se encuentran localizados en un cinturón entre las órbitas de Marte y Júpiter, pueden ser expulsados de sus, posiciones de equilibrio y seguir el mismo acc¡dentado camino que los cometas, acabando, en ocasiones, por incidir sobre las superficies planetarias.
La historia de la Tierra y el resto de los planetas está salpicada de estas colisiones catastróficas, como demuestra la torturada superficie de los satélites, que, por no poseer atmósfera ni actividad volcánica reciente, conservan, visibles sobre su corteza, las cicatrices de los choques con cuerpos procedentes del espacio. Más aún, alguno de los episodios más significativos de la historia de la vida sobre la Tierra han tenido relación con este tipo de colisiones. La extinción masiva de especies vivas que afectó, concretamente, a los dinosaurios hace unos 65 millones de años tuvo una muy probable relación con el impacto de un enorme asteroide, discutiéndose todavía, en la actualidad, si otras extinciones masivas sobrevenidas en el pasado tienen el mismo origen. El aporte de los cometas en la historia de la Tierra puede haber sido crucial, asimismo, en la conformación de la corteza terrestre, tal y como hoy la conocemos, o en la misma aparición de las formas más primitivas de vida sobre nuestro planeta.
Los impactos de grandes cuerpos celestes son, afortunadamente, poco frecuentes; si lo fueran más, es seguro que no existiría ningún ser capaz de ponderar su mayor o menor frecuencia. La verdad es que sería bien interesante observar directamente alguna de estas colisiones catastróficas; podrían obtenerse datos muy valiosos a la hora de reconstruir episodios ocurridos en el pasado de la Tierra y, supuestamente, relacionados con este tipo de fenómenos. Lo que ocurre es que aún sería mejor que tales acontecimientos no se produjeran sobre nuestro planeta. Pues bien, es verosímil que el año que viene tengamos la oportunidad de observar tal suceso; eso sí, en Júpiter, lo cual presenta ventajas obvias y algún inconveniente.
En efecto, el cometa Shoemaker-Levy 9 ha pasado tan cerca de Júpiter que ha sido atrapado por él, hasta el punto de haberse convertido prácticamente en su satélite, hecho éste que ha suscitado algunas dudas sobre su verdadero origen. En el verano de 1992, el Shoemaker-Levy 9 pasó tan cerca de la superficie del planeta gigante que su intensa atracción gravitatoria le rompió en multitud de
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Cayetano López es rector de la Universidad Autónoma de Madrid.
En Júpiter, ¿el año que viene?
Viene de la página anteriorpedazos, de los que una veintena son. suficientemente grandes como para poder verse claramente separados y alineados, moviéndose en formación a lo largo de su órbita como una especie de tren cometario.
Los cálculos realizados para predecir su movimiento indican que en julio del año que viene lo que queda del cometa se precipitará sobre la superficie de Júpiter, en una colisión cuya envergadura y efectos están todavía por determinar. Si la colisión se produjera sobre la cara del planeta que mira a la Tierra en ese momento, la explosión sería visible casi con certeza a simple vista; desgraciadamente, tendrá lugar sobre la cara oculta de Júpiter, y el impacto sólo podrá observarse indirectamente por su reflejo sobre los satélites jovianos.. La sonda Galileo, en camino desde hace ya varios años, llegará a las inmediaciones de Júpiter con 16 meses de retraso, mientras que los Voyager hace tiempo que abandonaron la zona y están a punto de salir del Sistema Solar, aunque no se descarta que algunos de sus instrumentos puedan activarse para la ocasión. No son pues, óptimas las condiciones que concurrirán para la observación en el momento del impacto; aún así será, sin duda, una ocasión única desde el punto de vista científico.
Sobre la magnitud de la catástrofe producida en el encuentro hay distintas estimaciones, que irán convergiendo y se irán afinando según se vayan obteniendo más datos. Si el tamaño del fragmento mayor fuera de unos 10 kilómetros, como se pensó al principio, la caída sería tan violenta como la que se produjo en la Tierra hace 65 millones de años, contribuyendo a una de las más espectaculares extinciones masivas que ha conocido nuestro planeta. Su huella sería, sin duda, visible sobre la superficie de Júpiter cuando éste gire y permita observar directamente, unas pocas horas después, el lugar del impacto. Con seguridad, esa estimación es incorrecta, y la dimensión de los fragmentos es drásticamente menor. Si fueran del orden de la mitad de las primeras estimaciones, la explosión sería todavía espectacular y notables sus efectos sobre el planeta; si fueran mucho más pequeños, los efectos podrían ser imperceptibles.
Sea como fuere, de aquí a un año seremos testigos de un fenómeno infrecuente y, posiblemente, de notable envergadura. Uno o varios grandes cuerpos celestes se precipitarán sobre el más grande de los planetas del Sistema Solar, rompiendo su enorme capa de nubes y disipando gigantescas cantidades de energía en una bola de fuego de dimensiones planetarias. Es posible que alguno de los fragmentos no llegue a caer, pero sea pulverizado por la gravedad de Júpiter y dé lugar a un nuevo anillo alrededor del planeta. Cómo son posibles estos fenómenos, todos apasionantes, que permitirían ampliar nuestros conocimientos en astrofísica. Crucemos los dedos y deseemos que los científicos hayan realizado sus cálculos correctamente y se produzca el encuentro... Y que no haya dinosaurios sobre Júpiter.
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