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Tribuna
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La gracia y la justicia

(A propósito del indulto)

Desde los tiempos de la monarquía absoluta hasta los actuales de la Monarquía parlamentaria, forma política del Estado de derecho español, han cambiado sustancialmente la estructura del Estado, la función del derecho concebido ahora como producto y límite de aquél, y el ámbito, las condiciones de ejercicio y la finalidad del llamado derecho de gracia. La reciente denegación del indulto a un recluso condenado por delito consumado de rebelión militar hace aconsejable una reflexión sobre todo ello.En el antiguo régimen (entiéndase, el preliberal) el titular de la gracia era, como no podía ser menos, el rey, considerado como soberano que, por estar legibus solutus, es decir, desligado o absuelto (absolutus, absoluto) de la fuerza vinculante de las leyes, podía dictar otras nuevas dentro de ciertas condiciones, derogarlas o muy frecuentemente dispensar de su cumplimiento, así como dejar sin efecto sentencias judiciales condenatorias pronunciadas en aplicación de leyes vigentes. El campo de la gracia real era amplísimo, y aunque el rey se asesoraba de los integrantes de su cámara para conceder o no cada gracia singular, él era el insustituible e incondicionado ejerciente de la más específica regalía integrante de su soberanía. Desde un punto de vista personalista, la gracia o merced real se contemplaba como una manifestación de la Clementia Principis, de su generosidad o misericordia. Objetivamente (Salustiano de Dios lo ha demostrado en un reciente y magnífico libro) el hecho de que el rey actuase por encima del derecho, como soberano absoluto que ejercía en determinados casos su plenitudo potestatis, era una exigencia del sistema: absolutismo necesario.

Estamos en las antípodas de todo aquello. En un Estado de derecho como el nuestro, el ámbito de la gracia ha quedado reducidísimo hasta abarcar muy poco más que la concesión de indultos singulares, pues los generales están prohibidos por la Constitución, y aunque, según su artículo 62,i, una de las potestades que corresponden a lrey es la de "ejercer el derecho de gracia", es claro, también por exigencias constitucionales, que habrá de hacerlo "con arreglo a la ley" (artículo 62,i) y con el indispensable refrendo que traslada la responsabilidad del acto a "las personas que lo refrenden" (artículo 64). La decisión, pues, de conceder o denegar un indulto corresponde al Gobierno por disposiciones legales que arrancan de la vieja ley de 1870, calificada entonces como provisional y tal vez por ello todavía en parte vigente. Una excelente ley, por cierto, impulsada y firmada por don Eugenio Montero Ríos como titular de un departamento ministerial llamado Ministerio de Gracia y Justicia. La progresiva reducción del ámbito de la gracia y, lo que aún es más importante y significativo, el sometimiento de la gracia a normas han hecho aconsejable la supresión de esta expresión (gracia) en la designación del ministerio. Sólo de justicia se trata.Para la petición y la concesión de un acto de gracia como el indulto hay normas que imponen requisitos y atribuyen competencias. Si se cumplen todos los requisitos, el órgano competente, en este caso el Gobierno reunido en Consejo de Ministros, puede conceder o no lo que se le pide, de modo que no está obligado a hacerlo, y en esa discrecionalidad reside precisamente el núcleo de la gracia como acto no debido. Pero si los requisitos exigidos por la ley no se cumplen, el órgano competente debe no conceder la gracia, puesto que ésta ha de ejercerse "con arreglo a la ley".

Desde la de 1870 está dispuesto que tanto el tribunal sentenciador, en su informe enviado al Consejo de Ministros a través del ministerio, como el Gobierno, antes de conceder o denegar el indulto, han de tener en cuenta no sólo la solicitud de la gracia del indulto, sino especialmente las pruebas o indicios de arrepentimiento del delincuente-recluso que lo solicita. Si el arrepentimiento consta, puede concederse el indulto. Si no, no.

En la exigencia del arrepentimiento no hay que ver una voluntad legal de humillar al vencido, que siempre tiene a su alcance la posibilidad de, si no quiere solicitar el indulto ni mostrar arrepentimiento, cumplir la condena. Se trata de un requisito objetivo de garantía respecto al comportamiento futuro del recluso posible beneficiario del indulto. Si sucede, como ocurre en el caso presente, que el recluso ni siquiera solicitó personalmente el indulto y, desde luego, no ha manifestado su arrepentimiento en relación con su conducta delictiva y reincidente y no ha acatado la Constitución contra la cual serebeló, la denegación del indulto es una consecuencia jurídica lógica y debida. Que nadie invoque el ejercicio de virtudes como la clemencia o la generosidad, porque aquí ya no se trata de eso. El artículo 25 de la Constitución dispone que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reinserción social. El Tribunal Constitucional ha puntualizado que ésta no constituye el único fin de la pena, pero es claro que las garantías exigibles en cada

caso para eximir a un recluso por vía de indulto del cumplimiento total de la pena que se le impuso en su día por sentencia condenatoria firme deben guardar estrecha relación con la reinserción social. Si en el caso que nos ocupa el reo condenado no ha solicitado por sí el indulto, no ha mostrado arrepentimiento y no ha hecho manifestaciones de acatamiento a la Constitución, sino más bien todo lo contrario, la denegación de indulto está plenamente justificada.

No conviene escamotear ningún problema. El ciudadano avisado que quizá comparta hasta aquí el presente razonamiento tiene puesto un ojo en lo que lee y otro en un futuro y posible caso concerniente a reclusos condenados como miembros de la banda terrorista ETA, y el temor o titubeo del supuesto lector puede consistir en pensar que con esta denegación se sienta un precedente que puede significar un obstáculo para eventuales soluciones a aquellos otros casos.

Con o sin el caso que nos ocupa, y cualquiera que fuese el nombre del recluso a quien se le ha denegado el indulto, el requisito de arrepentimiento, del acatamiento constitucional y de otras posibles garantías complementarias de la pacífica reinserción social de cada miembro de ETA serían los mismos en la hipótesis de que tal situación llegara a plantearse en forma de indulto individualmente solicitado, puesto que los generales, como vimos, están constitucionalmente prohibidos. En el caso actual no se ha creado ninguna norma, sino que se han aplicado las vigentes, que lo estaban, están y seguirán estando con independencia de esa denegación de indulto. Tal es, según parece, el correcto enfoque jurídico del problema. Otra cosa son las valoraciones políticas de quienes se alegren del desenlace de este caso o lo lamenten, que acaso fueran, pero cruzándose, quienes se alegraran o no de futuras y sólo posibles soluciones concesivas de hipotéticas solicitudes en otras eventuales situaciones. Y no olvidemos, ni en éste ni en futuros casos problemáticos, que todo lo expuesto concierne sólo al indulto. El resultado al que ahora se ha llegado por la vía del régimen penitenciario y el beneficio del tercer grado es, y puede ser en el futuro, distinto al derivado de la denegación del indulto. Pero sólo de éste se trata en el presente comentario, cuya conclusión es que el Gobierno ha actuado correctamente desde un punto de vista jurídico, lo cual en un Estado de derecho, es de la mayor importancia.

Cesare Beccaría (penalista ilustrado por quien el autor de este comentario siente particular predilección) se manifestó, allá por 1765, muy poco partidario del indulto. “A medida que las penas se hacen más suaves, la clemencia y el perdón se hacen menos necesarios”, decía. “Pues la clemencia, virtud que a veces ha sido para algún soberano [o dictador] el sustitutivo de todos los deberes del trono [o del derecho], debería ser excluida en una perfecta legislación, en la que las penas fuesen suaves y el método de juzgar regular y expedito”. La perfecta legislación penal y procesal que quería Beccaría (que no es autor de las palabras colocadas entre corchetes) no existe. Pero sí es ya una realidad su deseo de trasladar a la ley penal un talante humanitario. “Sean, pues, inexorables las leyes, inexorables sus ejecutores en los casos particulares; pero sea suave, indulgente, humano el legislador.” En el antiguo régimen (entiéndase el inmediatamente anterior al derivado de la Constitución de 1978) el delito de rebelión militar llevaba aparejada la pena de muerte, abolida por la Constitución y excluida por ello para el tipo delictivo por el que fueron condenados los principales culpables de los actos de aquel 23 de febrero de 1981. No fue pequeño, en verdad, el beneficio que obtuvieron como consecuencia de la misma Constitución contra la que se alzaron y que alguno, aun ahora, ni siquiera acata. En justicia, no se puede pedir más.

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