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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El rostro crispado de Shevardnadze

EL CONGLOMERADO de problemas que afectan a los Estados surgidos en las fronteras meridionales de la ex Unión Soviética se pone de manifiesto estos días de forma extrema en las montañas y valles de la república caucásica de Georgia, conmocionada por un doble conflicto bélico: una guerra civil entre georgianos y una guerra entre georgianos y abjazos, la nación titular -y minoritaria- de la república de AbIjazia.Los protagonistas de la guerra civil son, por un lado, las tropas leales al Gobierno de Tbilisi, simbolizado por el presidente Edvard Shevardnadze, y, por el otro, los zviadistas, los insurgentes fieles al ex presidente Zviad Gamsajurdia, que fue defenestrado en enero de 1992. En esta contienda han salido a la superficie viejos conflictos entre territorios que, tras haber pasado tres siglos separados y sometidos a diferentes influencias, recompusieron de nuevo Georgia como unidad política bajo la égida del imperio ruso a lo largo del siglo XIX. Shevardnadze representa los intereses del Estado georgiano unificado, cuyos antecedentes históricos hay que buscar en el reino de Kartli-Kajeti, que fue cabeza de puente de la dominación rusa en Georgia. Ganisajurdia entronca con la historia del principado de Megrelia, que se rebeló al dominio de Kartli-Kajeti y mantuvo una actitud más hostil ante Rusia.

En el conflicto interno georgiano, Moscú apoya claramente a Shevardnadze, que ha corregido la política antirrusa practicada por Gamsajurdia. En el conflicto entre la república de Abjazia y Georgia, Rusia se encuentra en una delicada situación, ya que debe hacer compatible su papel pacificador, asumido en su calidad de garante del alto el fuego firmado en Sotchi el 27 de julio, con sus afinidades e intereses. Los abjazos, que se incorporarían a Rusia de buena gana si Moscú accediese, son parientes étnicos de varios pueblos del norte del Cáucaso, que es la zona con el potencial explosivo más elevado en territorio ruso. Por eso, Moscú puede agravar o activar conflictos dentro de sus propias fronteras, si en el ejercicio de sus responsabilidades como garante de la paz Rusia interviene militarmente en un sentido que pueda ser interpretado como antiabjazo.

Los conflictos georgianos prueban también la intensidad del proceso de reintegración -militar, política y económica- que, en diversas proporciones, se está produciendo entre Rusia y la mayoría de las que fueron repúblicas periféricas de la URSS. Las relaciones entre Rusia y los territorios de su entorno no estaban basadas solamente en una dominación violenta, sino también en un deseo de protección de los pueblos pequeños y en un reconocimiento del papel hegemónico del gran Estado ruso en la zona.

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Se produce hoy una paradoja: la Rusia poscomunista que dirige Borís Yeltsin quería liberarse de su papel de imperio para concentrarse en ella misma y, sin embargo, se ve obligadaa asumirlo -con la aprobación y el alivio de Occidente- ante las llamadas de auxilio de los pueblos, cuyos logros en el camino de la modernidad parecen disolverse en un rebrote de pulsiones atávicas. En el plano personal, por último, la figura de Edvard Shevardnadze constituye la expresión simbólica de uno de los grandes dramas de finales del siglo XX. Las habilidades de este hombre refinado, que entre 1985 y 1990 se movió con desenvoltura en los foros internacionales en calidad de ministro de Exteriores de la superpotencia soviética, no bastan para afrontar los retos planteados en Georgia. Los códigos de comportamiento válidos para la globalidad, que se consideraba uno de los logros de este siglo, no funcionan en un mundo que se rige por leyes feudales. Y el rostro crispado de Shevardnadze, sus ojos desorbitados y perdidos en el vacío, lo expresan con tanta o más intensidad que la más violenta escena de guerra.

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