Los precios resisten
EL MARGEN para la complacencia que proporciona la variación del IPC durante el mes de agosto es escaso. El aumento de la tasa mensual de la inflación en un 0,6% sitúa el índice general en el 4,6% interanual, frente al 4,9% en que quedó situada en julio. En esa relativa moderación han incidido prácticamente todos los componentes, a excepción de los precios energéticos. Pero hay que tener memoria: la noticia es relativamente buena, no porque arroje intrínsecamente un buen resultado, sino porque en el anterior agosto la inflación fue mucho peor, al influir el aumento del tipo normal del IVA (desde el 13% al 15%). Además, el cambio de metodología en la elaboración del índice de precios de los alimentos estacionales (frutas y verduras), introducido en enero de este año, se traduce en un menor impacto de los fuertes aumentos que solían registrar los precios de los alimentos sin elaborar en los meses de verano.El alza de los precios energéticos está en gran medida motivada por la elevación de los impuestos sobre los carburantes en agosto de este año (y, ¡ay!, en las prácticas presuntamente monopolísticas de las grandes distribuidoras). Aunque la moderación ha afectado también a los precios de los servicios, éstos siguen presentando una tasa interanual del 7,8%, muy superior a las de los restantes capítulos. Eliminados los componentes más volátiles, la denominada inflación subyacente (sin energía ni alimentos frescos) queda situada en el 5,7% interanual. No es muy favorable, sobre todo si se tiene en cuenta la marcada recesión en que está inmersa la economía. El moderado crecimiento del crédito interno a empresas y familias en ese mismo mes, dado también a conocer ayer, así lo ilustra.
Las perspectivas para el conjunto del año, lejos de anticipar mejoras significativas (el Gobierno considera "al alcance de la mano" el objetivo del 4,50/5), son las de elevar esa tasa interanual. A ello contribuiría el impacto de la intensa depreciación de la peseta, sólo parcialmente reflejada hasta ahora; el aumento de las tasas universitarias sobre el capítulo de servicios; la insuficiente moderación de los salarios y, desde luego, las dramáticas ineficiencias que siguen arraigadas en el sector servicios.
Frente a ello no caben otras medidas que actuar sobre los orígenes: ajustar el crecimiento de los costes salariales, contener el déficit público y acometer de una vez por todas las reformas estructurales, que han de estar destinadas a mejorar las condiciones de competencia en los sectores de servicios. Por lo que respecta a las dos primeras medidas, el Gobierno ha optado razonablemente por procurar sendos acuerdos de vigencia plurianual. Su alcance depende del grado de responsabilidad con que los agentes económicos y sociales, por un lado, y las fuerzas parlamentarias, por otro, asuman la grave situación de la economía.
En lo que atañe a las reformas estructurales, sin embargo, es imprescindible y urgente el trabajo del propio Gobierno: su disposición a llevar a cabo las reformas incorporadas en el capítulo cuarto del Programa de Convergencia y su correcta aplicación. Es llamativo en este sentido que uno de los pocos intentos por introducir medidas liberalizadoras en algunos sectores, como ha sido el sector petrolero, no haya estado acompañado de mejoras en los precios, dado el escaso grado de competencia efectiva que ha seguido al aumento en el número de oferentes.
Las resistencias a bajar que muestra la tasa de inflación de la economía española sigue constituyendo uno de los exponentes más reveladores de sus limitaciones estructurales. Su gran insensibilidad a la debilidad de la demanda muestra claramente que esas tensiones se mantienen en gran medida enquistadas en ineficiencias estructurales -comportamientos, rigideces de los mercados, regulaciones, etcétera-, que restan virtualidad a las políticas globales o macroeconómicas y reclaman actuaciones directas sobre sus orígenes. De no ser así, las circunstanciales ganancias de competitividad exterior de nuestra economía, amparadas en la depreciación de la peseta, quedaran nuevamente volatilizadas, y con ellas, las posibilidades de iniciar con la recuperación del crecimiento la senda de estabilidad nominal precisa para garantizar mejoras de bienestar.
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