Cien años de La Glorieta
Como si hubiera ido a la doctora Asland ha quedado La Glorieta, la mar de apañadita por fuera merced a la puesta en práctica de un sobrio proyecto del arquitecto Javier Rey. El escudo de la ciudad lucía en el centro del ruedo, las banderas de la Comunidad en los vomitorios, mulilleros, alguaciles y monosabios de estreno y el torilero de charro. En todas las barreras, guirnaldas de laurel. Todo muy aparente.
La corrida ya no lo fue tanto, sino más bien aburrida y los matadores en absoluto lo fueron, pues abundó el pinchazo prudente, aunque ninguno tanto como el que el Niño de la Capea le propinó a su primero, lo que se dice en la zona de las costillas. En cuanto a torear apenas nada. Andrés Sánchez puso ardor, qué menos, y contó con el decidido apoyo del público que le regaló un par de orejas vía gobernador civil, que fue el presidente ayer en Salamanca en virtud de la efeméride, aunque visto lo visto, él no debió ver (el presidente, digo, o sea, el gobernador), que los caballos salían ciegos, es decir, con los dos ojitos tapados, los pobres, cosa que el reglamento vigente prohibe.
Dámaso González, anduvo fácil con su primero y monótono hasta decir basta con el cuarto, que le sorprendió un par de veces por raro que parezca. Al primero lo mató de dos pinchazos y estocada corta tendida y al otro de cinco pinchazos -aviso-, corta tendida y tres descabellos.
Niño de la Capea, estuvo habilidoso con el tercero, que se quedaba debajo dando la sensación de estarlo pasando mal. Pinchazo en el costillar, otros dos en sitio menos escandaloso (todos ellos con evidentes medidas de prudencia) y estocada. En el quinto, hubo enganchones, toreo sobre las piernas por la cara y pronto macheteo. Estocada a capón que asoma, dos rabiosos descabellos en el hocico producto de su mal humor y uno donde es debido que bastó.
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