Reflexiones biológicas sobre Altamira
Hace un par de años mi atalaya biológica fue sorprendida por una inducción arqueológica llevada a cabo por la profesora Matilde Múzquiz, durante el desarrollo de su tesis doctoral dedicado al estudio, como pintora, del gran techo de la cueva de Altamira. En estos tiempos de especialización resulta anómalo un hallazgo que se produce, precisamente, gracias a que quien lo realiza interpreta datos que no competen a su especialización y que, por ello, son considerados desde un ángulo de información nuevo que resulta notablemente resolutivo. Aparte de su logro principal derivado del análisis del pintor y de su obra, considerándolo como un genuino gran artista en el que hay que distinguir su capacidad creadora, sus recursos técnicos tradicionales y un ambiente cultural capaz de formarlo, acogerlo y disfrutarlo, a la joven pintora se le impuso, por ejemplo, que los huesos largos que se encontraron en el ámbito del gran techo no eran un indicio verosímil de restos de alimento -que parecen incoherentes con el lugar-, sino de la fuente de luz, en cambio, indispensable para contemplar el gran techo de la cueva, obra, para su sensibilidad, de un solo pintor personal y eminente. En efecto, la médula de huesos largos constituye un combustible que proporciona una luz difusa, no fuliginosa y duradera, apropiada para realizar y contemplar las pinturas. Esta libertad de juicio que supone enfocar al pintor del gran techo como a un pintor histórico me llamó la atención -y así lo expuse en este periódico- por confirmar el aserto biológico, ya entrevisto por Darwin, de que la capacidad congénita humana media permanece constante de generación en generación desde que el hombre, guiado por la capacidad de hablar que lo define, desplegó una actividad social lo bastante eficaz para escapar de la presión selectiva del medio animal heredado del homínido y pasó a realizarse en su medio social no selector. Como esta emancipación crucial debió de producirse no hace menos de 50.000 años, los contemporáneos del pintor de Altamira, que vivió hace unos 16.000 años, habían de poseer la misma capacidad congénita nuestra de realizarse como hombres.Ahora bien, la inmovilización evolutiva de las capacidades congénitas de los hombres a lo largo de las generaciones contrasta con la acelerada evolución del medio social en el que esas capacidades congénitas se han ido actualizando. Planteado en términos más concretos, me parece que si comparamos la actividad de los animales superiores con la humana, aquéllos poseen, a su modo específico, análoga capacidad de tomar noticia de lo que les compete y de decidir pronto y bien la acción conveniente ante toda coyuntura momentánea en que no influyan datos culturales; ahora bien, los animales, en el curso de su vida individual, influyen poco y monótonamente sobre su ambiente individual y no operan sino cuántica (estadísticamente) sobre la lentísima evolución de su medio específico, y que, en cambio, la palabra parezca conferirnos una capacidad potencial -variable según el medio y momento culturales- de actuar con persistencia sobre el ambiente social individual e incluso de hacerlo influyendo más o menos sobre el proceso conjunto de la evolución humana (de hecho, la historia de las diversas facetas de la actividad humana ha de remitirse a la actividad de individuos destacados que resultan de y reflejan la actividad colectiva, que queda en la sombra, lo que deforma, sin duda, nuestra. visión del proceso real).
Lo anterior incita a reflexionar sobre la característica del medio social de dar a cada hombre la posibilidad de interiorizar y de contribuir activamente, en diversa medida, a la experiencia colectiva, esto es, a la tradición en sus múltiples manifestaciones íntimamente complementarias y que, sólo forzado por las circunstancias del contexto, se diferencia aquí en tradición técnica, tradición artística y tradición conceptual. En efecto, los arqueólogos, por la escasez de datos de otro tipo, han de reducirse al estudio de la tradición técnica primordial, al estudio de útiles que no pueden ser sino datados y correlacionados con restos fósiles del esqueleto de homínidos o, en su caso, de genuinos hombres, a saber, de homínidos hablantes emancipados de la presión selectiva animal. Parece imposible imaginar con certidumbre a qué actividad concreta y de qué modo era aplicado cada útil sin conocer la actividad asociativa de los homínidos y de hombres de los que no quede más rastro que los útiles mismos. Por ello, la tradición artística -de la que una de las primeras manifestaciones señeras es el gran techo de Altamira- aporta una fuente de información adicional; nos pone de manifiesto, con las limitaciones impuestas por la ignorancia de su tradición conceptual, la capacidad creadora de un gran artista, esto es, de alguien que aplica excepcionales facultades congénitas y bien educadas a realizar algo que exige superar dificultades inteligibles y que proporciona, a quien lo contempla, la vivencia del proceso del pleno y sereno éxito, logrado, por lo demás, con recursos técnicos sociales y con posibles aportaciones personales. Matilde Múzquiz analiza certeramente los recursos brindados por la tradición artística de estos hombres (utilización de colorantes inorgánicos naturales suspendidos en agua que se adhieran permanentemente a la piedra rezumante) y las probables aportaciones personales del pintor del gran techo y el modo personal de aplicarlos (reforzar por entalladuras ciertos perfiles, hacer grabados adicionales en algunas partes del animal y, sobre todo, la selección de relieves y grietas apropiados para representar los animales en posturas notables y vivas hecha con una sabiduría que, me dice la doctora Múzquiz, al realizar las reproducciones en un techo artificial hecho a rigurosa escala, se le impone que esta selección del relieve hubo de consumir al pintor más tiempo que la realización de la pintura misma. Al contemplar la réplica sabiéndolo, parece que el pintor se proponía transmutar la roca en piel viva.
Lo notable de la tradición artística es la capacidad de acoger -a veces con lentitud o vacilación iniciales- y de retener tenazmente las obras que resultan de un acto de creación genuina. En un bisonte de Altamira (como en los poemas homéricos) sigue patente para el hombre moderno que lo contempla el objetivo del autor, los recursos de que disponía y el egregio modo de concebir el primero y de aplicar los segundos para obtenerlo. Me parece que el arte genuino permite, por así decirlo, presenciar actos señeros de creación humana in statu
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