Un viaje político
EL VIAJE del papa Juan Pablo II a las repúblicas bálticas de Lituania, Letonia y Estonia está siendo más político que religioso, pese a la espectacular naturaleza de los actos litúrgicos y a la masiva asistencia de emocionados fieles.Se trata de la primera visita de un Papa a territorios que pertenecieron a la antigua Unión Soviética, lo que tiene complejas y delicadas connotaciones de todo tipo. El hecho de que Lituania -país de mayoría católica- haya sido, con Albania, víctima principal de la persecución de la Iglesia de Roma por el comunismo hace del renacimiento del culto popular mayoritario en ese país casi una reivindicación política y nacionalista. La expansión del catolicismo desde que Lituania volvió a obtener la independencia tras la caída del socialismo real tiene algo del celo intolerante del converso.
Desde el punto de vista de las relaciones de los países bálticos con la antigua potencia hegemónica, Rusia, Juan Pablo II se ve obligado a tratar dos problemas principales: en primer lugar, la cuestión de la retirada del Ejército ruso, tema que está siendo resuelto con excesiva lentitud según los bálticos. En el caso de Lituania, poco ha faltado para que las Fuerzas Armadas invasoras y el Pontífice coincidieran por las calles de Vilna; aquéllas abandonaban Lituania el 31 de agosto y Juan Pablo II llegaba el 4 de septiembre. El problema ya había sido grave, entre otras cosas porque la principal base militar rusa en el Báltico, la de Kalinigrado, se encuentra encerrada entre Polonia y Lituania, y las exigencias de independencia lituana ya produjeron hace tres años el boicoteo petrolífero ruso y más de una amenaza de represalia.
En segundo lugar, como se recordará, la minoría rusa -desplazada a Lituania por Stalin en aplicación de su política de control de las repúblicas soviéticas mediante la instalación de rusos en los cargos y empleos mejores y de mayor importancia- está siendo objeto de discriminación por parte de los nacionalistas bálticos. Simplemente, quieren prescindir de ella sin tener en cuenta que los hijos de aquellos primeros rusos no tienen hoy lugar adonde ir.
El pasado domingo, en la tradicional misa celebrada al aire libre en Vilna, el Papa, aun reconociendo los problemas causados por la colonia y el Ejército rusos en la época del comunismo, recordó que eran válidas y atendibles "las aspiraciones de los ciudadanos de origen ruso a disfrutar de la plenitud de los derechos humanos en sus países de residencia".
También aprovechó la ocasión para recordar que las fronteras y las viejas divisiones en el este de Europa son precaria solución para los problemas de la nueva libertad. Tendía así una mano a la Iglesia ortodoxa rusa, que le ha acusado de intentar establecer sobre las repúblicas bálticas un nuevo monopolio católico en detrimento del ecumenismo requerido por el propio Papa cuando habla de la "recristianización de Europa". Por esta razón, en sus discursos lituanos, Juan Pablo II se ha sentido obligado a denunciar "las tentaciones nacionalistas", al tiempo que aboga por el renacimiento de la idea de integración europea: "Europa debe respirar de nuevo por sus dos pulmones, el occidental y el oriental".
El viaje ha tenido lugar, pues, en el marco de evidentes conflictos político-religiosos propiciados por un renacimiento religioso anclado en la antigua ortodoxia, es decir, con poco contacto con las corrientes más abiertas de la Iglesia del momento actual. Estos problemas, unidos a los de un renacido nacionalismo intransigente y a las dificultades de la actual recesión, han condicionado en buena medida los textos del Pontífice, en los que, todo hay que decirlo, pocas novedades se produjeron con respecto a la línea tradicional de su discurso.
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