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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Destituir a Ortega

NICARAGUA HA sido incapaz de restañar sus heridas desde que concluyó la guerra civil hace tres años y medio. Por una parte, el Ejército y su órgano director, el Consejo Militar, núcleo del poder sandinista, se convirtieron en una especie de Estado dentro del Estado tras las elecciones presidenciales que en febrero de 1990 dieron el poder a la candidata de la conservadora Unión Nacional Opositora (UNO), Violeta Chamorro. La UNO, incapaz de obtener escaños suficientes en la Asamblea Nacional para enmendar la Constitución y reformar las fuerzas armadas, tuvo que resignarse a que el Ejército siguiera en manos sandinistas y se autoexcluyó del Gobierno. Los sandinistas, mientras tanto, aun cuando perdedores en los comicios, acabaron entrando en él.Ahora, los asuntos pendientes son cuatro: el regreso de los sandinistas a la vida civil, la desmilitarización total de la Contra, el escándalo de la piñata (mediante la que los sandinistas -en los dos meses transcurridos entre su derrota electoral y la entrega del poder- adquirieron a precios irrisorios propiedades confiscadas) y la consiguiente necesidad de alcanzar un gran acuerdo nacional que acabe de una vez con los enfrentamientos armados.

Planea sobre todo ello el curioso maridaje entre Antonio Lacayo, ministro de la Presidencia y eminencia gris del régimen, y el ministro de Defensa, Humberto Ortega, dirigente sandinista. La simbiosis ha sido útil para ambos. Por un lado, ha suministrado una base política al primero, que, pese a ser hombre de la presidenta, no pertenece a la UNO y carece así de apoyos para sus ambiciones presidenciales. Por otro, ha permitido al segundo mantener una posición de fuerza que no le habían conferido las urnas.

El poder de Humberto Ortega -y de su hermano, Daniel, ex presidente de la República- ha incomodado incluso a sus viejos compañeros de armas. Uno de ellos, el ex vicepresidente Sergio Ramírez, lo reconocía hace una semana en una entrevista a EL PAÍS, al admitir la conveniencia de que Humberto Ortega abandonara el mando de las fuerzas armadas. Ello ocurría después del episodio de la mutua captura de rehenes por antiguos sandinistas y ex guerrilleros de la Contra, insatisfechos con lo que la paz les ha deparado, si se compara con las promesas que recibieron al abandonar las armas.

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Como si hubiera oído a Ramírez, el pasado jueves, la presidenta Violeta Chamorro anunció la sustitución, en 1994, del general Ortega. Su decisión produjo dos reacciones. Una, duramente negativa: el rechazo del sandinista Consejo Militar, cuya postura parece una intromisión en el legítimo poder civil. Otra, del vicepresidente Virgilio Godoy, líder de la UNO y feroz opositor de Violeta Chamorro. Si los políticos son capaces de serenar los ánimos, la crisis de la futura sustitución de Ortega habrá servido para limpiar al sandinismo de sus elementos más alejados de la normalidad de una democracia (todo lo imperfecta que se quiera, pero democracia) y acercar hacia la concordia a una UNO que nunca ha sido, precisamente, entusiasta partidaria de la misma.

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