Clinton en la encrucijada
Mi afecto, interés y aun preocupación hacia Estados Unidos de América se debe, seguramente, a que pasé siete años de mi niñez viviendo y estudiando en Washington, DC. Era la época del nuevo trato, mi padre era consejero de la Embajada de México y colaborador de un gran embajador, Francisco Castillo Nájera, en un tenso periodo de la relación MéxicoEE UU.El presidente Franklin D. Roosevelt encaraba dos enormes problemas. El primero, restaurar la economía. El otro, conducir a Estados Unidos fuera del aislacionismo hacia la plena participación en la venidera conflagración mundial. Roosevelt estaba dispuesto a responder a estos desafíos con una magnífica mezcla de idealismo y pragmatismo.
Sesenta años después, el presidente Bill Clinton encara dos retos no menos serios. Una vez más, el primer desafío es la recuperación económica, y el otro, darle a Estados Unidos un papel responsable en la creación de un orden internacional basado en el derecho, la cooperación y el fortalecimiento de los organismos internacionales.
Claro, los tiempos han cambiado. Yo, y muchos hombres y mujeres de mi generación, admiramos en Roosevelt la visión de un país en el que los ideales y la práctica coincidiesen. La política de Roosevelt hacia México cuando Lázaro Cárdenas ex propió el petróleo en 1938 lo comprueba. En vez de sancionar y aun invadir a México (como le aconsejaban miembros de su gabinete), Roosevelt negoció con México, dándole sustancia a la política de la buena vecindad. Al estallar la II Guerra Mundial, Estados Unidos se encontró con un amigo, no un enemigo, en su frontera sur. Y eso que México, en aquella época, era un país sumamente germanófilo. Este es sólo un ejemplo de la manera en que Roosevelt combinaba la visión del estadista con la práctica del político. Le funcionó internacionalmente y, también, internamente. Si el nuevo trato no derrotó por completo a la de presión, sí estableció metas, generó entusiasmos y le hizo sentir a los ciudadanos que ellos y ellas contaban, que el capital humano era el bien más preciado de la economía norteamericana.
¿Nostalgia? Sin duda. Pero, como tituló Simone Signoret su libro de memorias, la nostalgia ya no es lo que era antes. Acaso la ética del nuevo trato jamás pueda recuperarse. Han sucedido demasiadas cosas terribles: Hiroshima, MacCarthy, playa Girón, los disturbios y asesinatos de los sesenta, la guerra perdida de Vietnam, Watergate, rebeliones extremas seguidas de reacciones extremas también. La desilusión, la pérdida de la inocencia. Y en seguida, la ilusión de que la madrugada regresaba, Estados Unidos era el mejor de los mundos posibles y los problemas, por mucho que se les descuidara, se resolverían automáticamente. Toda la atención, todos los recursos, debían fijarse en los enemigos omnipresentes: el comunismo, la Unión Soviética. A medida que el enemigo se desintegró y Estados Unidos quedó sin adversario externo, el enemigo interno creció cada vez más. La economía de la prosperidad norteamericana -bendita, manicurada, familiar, propuesta por la revisia Life y la General Motors- empezó a desintegrarse en sus costuras mismas. La complacencia, la ausencia de voluntad, finalmente la teatralidad telón del reaganismo, permitieron que los problemas sociales se hincharan hasta estallar. La violencia urbana, las drogas, la educación en declive, la infraestructura desintegrada. La gente sin hogar. Los ancianos abandonados. El racismo persistente.
El abandono es la palabra clave. Los años de Reagan añadieron a la irresponsabilidad, la simplificación; la Unión Soviética era el incambiable y eterno imperio del mal. El Gobierno norteamericano, aunque también malo, era dispensable, y la economía era lo más simple de todo: bastaba reducir impuestos y gasto social para que la producción, la inversión y el ahorro creciesen. Los beneficios, gota por gota, descenderían de los ricos a los pobres.
No sucedió así. El descenso de impuestos condujo al déficit presupuestario, multiplicado por el aumento del gasto militar. El consumo aumentó, pero no la producción. Con Reagan, la deuda del consumo aumentó hasta 550.000 millones de dólares, la deuda federal hasta dos billones de dólares y Estados Unidos pasó de ser el mayor acreedor mundial a ser el principal deudor.
Todos saben cómo se financió este desastre: con préstamos extranjeros. Los capitales europeos, asiáticos y latinoamericanos en Estados Unidos no beneficiaron a la inversión; sirvieron para reemplazar el ahorro interno, devorado por una deuda federal que, al abandonar Bush la presidencia, era de 400.000 millones de dólares anuales.
He estado pensando en todo esto mientras observo la batalla de Bill Clinton por el triunfo de su proyecto económico en el Congreso. Clinton fue electo para poner fin a la economía Vudú y obligar al país a mirar de frente a la realidad. Más fácil decirlo que hacerlo, desde luego. Los 40 años sucedidos entre la inauguración de Eisenhower y la partida de Bush han transformado el paisaje económico y político norteamericano, complicando el primero y simplificando el segundo. A medida que los problemas de la economía eran pasados por alto y se complicaban, la vida política se iba simplificando hasta el extremo del lema publicitario de una sola línea, y la aparición en el talk-show de televisión. La política se desplazó del presidente y los partidos al fax del senador y el congresista.
Abrirse paso en estas junglas y elevar la política al nivel rooseveltiano de idealismo y pragmatismo acaso ya no sea posible. El presidente Clinton no se ha ayudado a sí mismo con una Casa Blanca manejada por alumnos de kinder, nombramientos mal concebidos y el abandono de proposiciones valiosas pero inoportunas. La prensa pendular ha sido, a menudo, injusta con él.
Sin embargo, hay un hecho central que se imprime, cada vez más, en la percepción mundial del personaje. He aquí un presidente que, a pesar de sus caídas y tropiezos, se mueve, taclea los problemas reales y realmente trata de hacer algo para abatir el déficit que se interpone, como una roca, entre Estados Unidos y su salud interna e internacional. He aquí un estadista que, por vez primera desde Franklin Roosevelt, ha vuelto a colocar la agenda social en el corazón de la política norteamericana.
La respuesta del Congreso ha sido desalentadora. ¿Esto es todo lo que Estados Unidos está dispuesto a sacrificar? ¿Ha perdido el país el sentido de su propio futuro? ¿Nunca más será capaz de sacrificar algo antes de que el desastre se lo arrebate todo?
El presidente Clinton debe, de todos modos, apuntarse dos porotos, como dicen los chilenos. Ha obligado a un número
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