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Puerto Hurraco huye del recuerdo

Tres años después de la matanza, el pueblo pacense se niega a remover "aquella maldición"

Tres años. Hoy se cumplen 36 meses desde que las calles de Puerto Hurraco (Badajoz) se llenaron de gritos y olor a pólvora. Tres años desde que dos hermanos, Antonio y Emilio Izquierdo, cerraron con nueve muertos y seis heridos las rencillas que habían tenido al pueblo dividido entre Amadeos y Patas Pelás o Habaneros y Camariches, las familias de los Cabanillas y los Izquierdo. Dos miembros de la familia Cabanillas y siete convecinos fallecieron envueltos en el tiroteo de aquel 26 de agosto.Han sido dos clanes enfrentados desde hace 70 años por cuestiones de lindes, amoríos o envidias que han ido abonando el terreno para la tragedia. Antonio y Emilio Izquierdo permanecen en prisión a la espera de un juicio que se retrasa inexplicablemente, y del que lo único frío serán las cifras: el fiscal reclama 594 años de prisión y 300 millones de indemnización para las víctimas. Sus hermanas, Luciana y Ángela, señaladas en su día por los vecinos como inductoras de la matanza, pero exculpadas por el juez, se encuentran internadas en un psiquiátrico.

Preguntar en este pueblo de Badajoz por las secuelas de aquel 26 de agosto de 1990 es como mentar al demonio. El pequeño grupo de personas congregadas en torno a un banco se convierte de pronto en forasteros que pasan allí "sólo unos días" y "poco pueden contar". Las miradas se pierden hacia la cadena montañosa que rodea la aldea y el corrillo desaparece. Al cobijo de los frescos zaguanes, ocupadas en las tareas domésticas, mujeres de negro curtidas por el sol apartan la mirada y dicen que sólo están allí "de vacaciones".

Calle arriba alguien por fin rompe el silencio. "¡Calle, por Dios", se lamenta una anciana cuyo perfil no se atreve a traspasar el umbral. "¿Para qué remover aquella maldición?", añade, cerrando de golpe su portón. Unos metros más allá, Paula Rodríguez descansa sobre un banco. Con voz entrecortada mira hacia atrás: "Aquí mismo estaba sentada cuando ocurrió todo. Las balas golpearon ahí", dice, señalando al asfalto descarnado.

Paula sufrió en su propia sangre las descargas de los Izquierdo. El marido de su hija Amparo, José Penco, fue abatido a tiros a la entrada del pueblo cuando regresaba de trasladar a los primeros heridos a la cercana localidad de Castuera. "De aquello no hablamos, sólo cuando se acerca la fecha", advierte, mientras sus ojos enmudecen. Cuenta que su hija, emigrante en Zarautz (Guipúzcoa), pasó mucho tiempo sin querer volver al pueblo. Ahora, las tres nietas de Paula se reunirán unos días con ella durante las fiestas patronales.

A lo lejos, un tractor desciende por la umbría de la sierra. Lo conduce Antonio Cabanillas, padre de Encarnación y Antonia, las dos niñas que cayeron muertas por los disparos de los Izquierdo. "¡Déjenlo en paz! El hombre no está para recordar", grita una mujer cerca del bar La Cochera. En cambio, una voz menuda pide hablar: "Hola, soy Patricia. Eran mis amigas y estaba con ellas cuando les dispararon". Con gestos ostensibles narra ingenua aquellos momentos que parecen no haberla marcado. "Se me cayeron las dos encima, bluf, y se murieron...".

"Entienda que nadie quiera hablar", tratan de justificar Antonio y Manuela, una pareja de pensionistas que al atardecer caminan del brazo por el pueblo. "Aquí todos somos familiares". Él mismo se llama Antonio Cabanillas, como el padre de las niñas asesinadas, como el joven paralítico por los disparos que se cruza en el camino: "Me da igual el juicio".

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