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Serbia, agosto de 1993

Los historiadores saben muy bien que hay espacios (y los pueblos que los habitan) que jamás han conocido el hambre, y otros en los que el miedo al hambre está profundamente grabado en la memoria colectiva de la población local. Un ejemplo de ello es la especial actitud hacia la guerra y sus consecuencias (pillaje, hambre, daños, botines) que tenían los antiguos tesalios y que los distinguía de la mayoría de los helenos. En ello también radican, en la época moderna, buena parte de las diferencias entre la población francesa y la alemana: en las sociedades tradicionales, cuando estalla una gran crisis económica, no se manifiesta de la misma manera en un país autosuficiente (por lo menos en lo que respecta a la alimentación) que en otro en el que los despidos despiertan el recuerdo de los, antepasados muertos porque no tenían nada que comer.La mayor parte de la península de los Balcanes pertenece al espacio de una sociedad tradicional, y dentro de ella, el territorio de la actual Serbia es uno de los pocos que prácticamente desconoce cualquier experiencia histórica de hambre. Por tanto es un territorio más expuesto a la inmigración que a la emigración. Pero, en este agosto de 1993, Serbia está al borde del hambre. Es cierto que ha llegado a esa situación porque ha perdido en parte su carácter de auténtica sociedad tradicional, pero la causa ha sido fundamentalmente el haberse convertido en teatro de seísmos de gran gravedad. Y, sin embargo, incluso ahora, Serbia sigue siendo una tierra de inmigración: en el curso de los dos últimos años han llegado unas 400.000 personas, aunque, paralelamente, un número igual de habitantes (si no mayor) ha emigrado (a pesar de que, según las declaraciones oficiales de Belgrado, "Serbia no está en guerra"). Tanto unos como otros son fundamentalmente serbios, porque ni todos los serbios viven en Serbia, ni todos los serbios que viven en Serbia son de origen serbio: hasta hace poco, dos séptimas partes de los serbios vivían en la diáspora yugoslava (Croacia, Bosnia-Herzegovina) y un tercio de los serbios que vivían en Serbia eran originarios de esa misma diáspora. La diversidad de dialectos, costumbres, y también la actitud hacia el Estado (Serbia es el primer Estado que se creó en los Balcanes en la época moderna) o hacia la tierra y la propiedad (el culto a la propiedad privada es sensiblemente más fuerte en Serbia que en otros lados) distingue claramente a unos serbios de otros. En consecuencia, los serbios se sienten menos unidos por un Estado que por su identificación con el destino y el pasado de una nación común; la religión los vincula mucho más que una pretendida cultura idéntica. Evidentemente, estas observaciones no pretenden destruir el ser étnico de un pueblo, sino ilustrar su complejidad.

Es evidente que reducir esta complejidad sería privarse de los medios necesarios para comprender la situación de Serbia en agosto de 1993. Y, repitámoslo por enésima vez, la solución de la crisis yugoslava no reside en Sarajevo ni en Kosovo, sino que se esconde, desde su comienzo, en Serbia y en Belgrado. Sarajevo es, simplemente, consecuencia de la responsabilidad colectiva de todos, y en. primer lugar de los serbios; y Kosovo, también en primer lugar por responsabilidad serbia, no tiene más solución que convertirse en el futuro en un nuevo Sarajevo. Y hoy es precisamente esa responsabilidad colectiva la que contribuye, aunque involuntariamente, a la unificación de los serbios. Y así es, a pesar de que tal colectivismo engloba injustamente a aquellos serbios que jamás desearon la carnicería de Sarajevo. Así es a pesar de que tal responsabilidad (colectiva) se opone no sólo a la democracia, sino también a la experiencia histórica. Las cosas se han enredado del todo: en Belgrado corren rumores sobre jubilados que se suicidan por hambre, mientras la Serbia profunda no puede ni imaginar que también para ella se acerca el hambre; la verdad es que a cualquiera que mire el trigo en los campos y la fruta en las huertas también le será dificil imaginar algún tipo de penuria, pero si la imagen precedente se completa con la de los disturbios de los agricultores de Voivodina de este verano (provocados por la imposición de precios obligatorios para la recolección, una especie de requisición del trigo por parte del poder socialista), incluso la Serbia profunda se pondría a pensar en serio acerca de su propia suerte. Es posible, aunque no seguro, ya que hasta ahora las únicas víctimas de la miseria son los que están condenados a vivir en la ciudad, y éstos sólo constituyen un quinto de la población. El resto, si, por ejemplo, se pone en huelga o deja de percibir sus salarios, dispone siempre de su tierra natal y de una parcela en alguna parte. La inflación ha degenerado en estanflación; el gobernador del Banco de Yugoslavia hace la vista gorda a la aparición en las calles de la capital, en manos de dealers, de los futuros billetes antes de su salida oficial de la fábrica de moneda del Estado; la renta nacional (que en 1989 se elevaba a más de 3.000 dólares) hoy no sobrepasa los 300 (en 1991, Milosevic prometió públicamente que crecería hasta los 10.000 dólares a finales de siglo); han sido robados unos 45.000 millones de dólares (bien para utilizarlos en gastos de defensa, bien para blanquearlos en el extranjero), y se podría seguir hablando mucho más.

La apatía, la obediencia, e incluso la cerrazón, pese a la gravedad de las circunstancias, se explican por un sentimiento de responsabilidad colectiva más inconsciente que involuntario; se explican por el miedo de una población que se enfrenta a la simbiosis entre el poder socialista, la mafia y la policía (ésta dispone de unos 80.000 hombres, conocidos como "guardia pretoriana" y en su mayoría originarios de regiones fuera de la Serbia propiamente dicha: son ellos, y no lo que queda de los gordinflones generales del antiguo Ejército de Tito, los que están en posesión de las armas: una situación que recuerda la de Rumania); se explican, finalmente, por los cambios demográficos: los verdaderos belgradenses, los que han permanecido en la ciudad, se han retirado en una "emigración interior" y han cedido las calles de la capital a otra gente que hasta ayer vivía lejos de la metrópoli. Esos otros son inmigrados o refugiados serbios procedentes de Croacia y de Bosnia-Herzegovina. Traumatizados por el recuerdo del genocidio cometido contra ellos por los ustachas durante la II Guerra Mundial, identificados más tarde con los privilegios del régimen titista y hundidos en la mayor confusión cuando éste desapareció, esos otros serbios se inquietaron (con razón) ante el surgimiento de un nuevo sentimiento antiserbio, especialmente notable en Croacia, incapaz de resistir a las reminiscencias ustachoides. Se echaron en los brazos de Milosevic y éste los utilizó. Han sido las primeras víctimas, por el lado serbio,

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Serbia,, agosto de 1993

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de la actual guerra, pero también son los primeros culpables, tanto de su comienzo como de su desarrollo. Muchos de esos otros serbios han perdido todo lo que tenían durante el conflicto, pero también hay muchos que se han beneficiado de la guerra a través del pillaje. Belgrado no los quiere, pero ellos tampoco quieren a Be1grado: los coches de lujo que se ven en las calles son suyos, pero la miseria que ha coincidido con su llegada es belgradense; la lengua que utilizan es diferente, pero los restaurantes en los que pasan el tiempo fueron en otro tiempo belgradenses. Belgrado, a veces injustamente, los identifica (a causa de su dialecto y de sus costumbres) con sus compatriotas que en 1945 establecieron el poder comunista en Belgrado y en Yugoslavia.

Es evidente que en todo lo dicho hasta ahora hay huellas del viejo conflicto entre el campo y la ciudad. De hecho, también puede verse este viejo conflicto en Sarajevo o en Zagrev (donde el radicalismo de los croatas de la montaña de Herzegovina se enfrenta a las costumbres de los bürger). La historia nos enseña que al final será la ciudad la que se alzará con la victoria sobre el campo. Pero por el momento Belgrado se parece a la Alicia (que) ya no vive aquí.

Sin embargo, si las circunstancias no cambian, no es nada seguro que vaya a ser la alternativa democrática la que gane tras los próximos (y previsibles) tumultos sociales, e incluso guerra civil serbo-serbia que se anuncia. Aunque lo más probable es que se reduzca a un ajuste de cuentas entre el malo (Milosevic) y el peor (Seselj). En ese duelo, Milosevic cuenta con la comparación con Seselj, pues, siempre que siga sin haber una verdadera oposición democrática, el actual presidente aparece ante los ojos de los aterrorizados ciudadanos como el mal menor frente al Pol Pot serbio. Por el contrario, la baza principal de Seselj reside en la desesperación de los refugiados, en las promesas de adquisiciones territoriales no realizadas (poco numerosas), así como en las (muy numerosas) que atañen a la irresponsabilidad de la demagogia social. En resumen, Seselj cuenta con la decepcionada diáspora, con el lumpenproletariado y con los hambrientos. Su programa: el antiintelectualismo, el asco a Belgrado, la des confianza hacia Serbia, el odio histérico contra todos los no serbios, acompañado del igualitarismo de los comedores de caridad. En las circunstancias actuales, el ganador de ese duelo es imprevisible.

Mientras tanto, la primera ola de oposición en Serbia está agotada. Por muchas razones. En primer lugar, esa oposición también estaba impregnada de fantasmas nacionales y jamás representó una verdadera alternativa a los nacíonal-socialistas serbios. En segundo lugar, estaba en gran medida dominada por intelectuales que confundieron la "crítica de la sociedad" con la política propiamente dicha (la Yugoslavia de Tito no conoció jamás el fenómeno de los disidentes); Milosevic heredó todos los medios de comunicación de la época titista y se sirvió de ellos en la más pura tradición de Goebbels y del comunismo de guerra; lo mismo ha pasado con la policía, que se ha mostrado muy hábil a la hora de fabricar caballos de Troya en las filas de la oposición. Finalmente, no son los demócratas serbios, sino los nacional-socialistas los que gozan del apoyo de Occidente; es únicamente ahora, cuando la oposición demócrata serbia está a punto de desaparecer, cuando se pueden ver los primeros signos de buena voluntad por parte de los occidentales. En resumen: la respuesta a la cuestión de si Serbia se convertirá en un país democrático o no depende más de Occidente que de los serbios. Porque es oportuno recordar que, gracias a la eficacia de la propaganda, para la mayoría de los habitantes de Serbia la responsabilidad del embargo y del hambre es de los "cosmopolitas" de Belgrado y de los demócratas "europeos" y no del poder. Dicho de otro modo, el debilitamiento de Milosevic está ligado al fortalecimiento de Seselj, así como a un desinterés cada vez mayor hacia la alternativa democrática (en esto también se pueden hacer paralelismos con el caso rumano o el de Sadam Husein).

Para que las cosas vayan mejor sería indispensable, además de una ayuda occidental a la segunda ola de oposición, cambiar de actitud hacia Bosnia-Herzegovina. Sería, pues, indispensable confesar los propios fracasos (más europeos que de EE UU); interrumpir las absurdas negociaciones de Ginebra en las que se dialoga con los jefes militares, es decir, con aquellos a los que la paz quitaría toda posibilidad de supervivencia (en Somalia, EE UU no dialoga, al menos en público, con el general Aidid); amenazar a todos los que no están dispuestos a acabar con la matanza y, si es necesario, cumplir la amenaza. Dicho brevemente, si realmente se quiere la paz, hay que cambiar el orden de cosas: en lugar de dar prioridad a los "acuerdos" (antes del cese del conflicto) hay que imponer el control internacional del territorio (no sólo de las llamadas zonas bosnias) y después negociar con los que no han hecho la guerra y han sido sus primeras víctimas. En caso de que la mencionada amenaza se realizara, sería políticamente sensato que, paralelamente, tuviera lugar un levantamiento del embargo económico contra Serbia. Hasta hoy, su mantenimiento sólo ha sido útil a Milosevic y a Seselj. Su levantamiento (en función de la acción en Bosnia-Herzegovina) demostraría a la opinión pública local que Serbia no es el paria de los occidentales, y cualquier grito de guerra lanzado por los locos de Belgrado se podría neutralizar con éxito.

Pero mientras Occidente no comprenda que ayudar a la construcción de la alternativa al régimen de Belgrado (y también a Zagrev y, tras la guerra, a Sarajevo) sirve a sus propios intereses; mientras no comprenda que la falta de una política en los Balcanes va a ser siempre más cara que el apoyo a esa alternativa; mientras la CE no acepte el hecho de que, sin Washington ni Moscú, no hay soluciones para el espacio yugoslavo; mientras los europeos no comprendan que, sin una propuesta propia de solución para dicho espacio, la Europa política no existirá jamás, deberemos contentarnos con el cinismo de las palabras bonitas del último informe del Departamento de Estado de EE UU Gulio de 1993).

Son cínicas porque son demasiado ciertas y están demasiado lejos del compromiso real de los estadounidenses: "La Administración de EE UU no permitirá que los Balcanes de mañana se parezcan a la Bosnia de hoy; creemos que, con el apoyo de la comunidad internacional, estaremos en condiciones de parar el conflicto actual a fin de permitir que las fuerzas moderadas (democráticas y étnicamente tolerantes) se alcen con la victoria en toda la región...". Se non é vero, é ben trovato.Iván Djuric, nacido en Belgrado, es historiador y presidente del Movimiento para las Libertades Democráticas.

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