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Duelo peligroso

En el aniversario de la "revolución demócrata" de agosto de 1991, sus dos grandes protagonistas, Borís Yeltsin y Ruslán Jasbulátov, han intercambiado insultos, como suelen hacer casi todos los días. Hoy enemigos, se culpan mutuamente de la desastrosa situación del país. Según Yeltsin, las reformas no dan los resultados esperados porque el Parlamento, presidido por Jasbulátov y dominado por los antirreformistas, las sabotean. Los diputados y su portavoz responden que, sin su oposición, la nueva nomenklatura "demócrata" habría ya saqueado la economía y reducido el país al hambre. Cada bando tiene su prensa, que sólo publica sus argumentos, simplificándolos y exagerándolos para que nadie ignore que el adversario, Yeltsin para unos y Jasbulátov para otros, es como Stalin. "Pobres rusos, no están capacitados para la información objetiva", suspiran a menudo nuestros colegas de la prensa británica.Evidentemente, el problema no está en la capacidad de los periodistas de Moscú. La dureza de la batalla política que se libra en Rusia es resultado del convencimiento de unos y otros de encontrarse entre la espada y la pared. Como ingenuamente ha dicho Mijaíl Poltoraninc "No defiendo mi puesto, sino mi cabeza". ¿Cómo se ha llegado a esta situación en apenas dos años? Según los politólogos, los hombres que en 1991 llegaron al poder no tenían ninguna experiencia en alta política, y, por tanto, estaban obligados a rodearse de todo un ejército de consejeros, algunos de los cuales han demostrado muy poca honestidad. Para separar el grano de la cizaña, cada parte tiene su comisión de lucha contra la corrupción. Yeltsin preside la del Ejecutivo y el fiscal Nikolái Makárov la del Parlamento.

Desgraciadamente para la tesis de los politólogos, estas comisiones no se ocupan de los pequeños ladrones que se han infiltrado en el Kremlin, sino que se dedican a investigar a las personalidades más destacadas del bando contrario. Así, la comisión de Yeltsin pretende estar en posesión de un terrible compromat (abreviatura de material comprometedor) sobre el vicepresidente Alexandr Rutskói, figura de pro de la oposición, y sobre el fiscal general de la República, Valentín Stepankov. La comisión enemiga, la parlamentaria, también apunta alto al anunciar un compromat sobre los colaboradores más próximos de Borís Yeltsin -los viceprimeros ministros Chumeiko y Poltoranin-, y al tener en reserva el famoso "caso del mercurio rojo", que comprometería al presidente mismo. Cada bando tiene a sus James Bond que informan desde Suiza o Canadá de los fondos se cretos que el adversario tendría en el extranjero. La credibilidad de esos personajes es mínima para la justicia, pero sus revelaciones, sabiamente filtradas a la prensa, desacreditan al conjunto de la clase política. Una cosa es cierta para el hombre de la calle: en Rusia, la corrupción en las altas esferas del poder ha batido todos los récords históricos.

La prensa demócrata, preocupada por salvar del naufragio lo que todavía se pueda salvar, se ha aprovechado de la operación manos limpias en Italia para sostener que, como la corrupción es un fenómeno internacional, hay que resignarse a vivir con ella. E incluso llega a proponer como medio de "limpiar la atmósfera" una amnistía para los abusos económicos ya constatados. No creo que los jueces milaneses suscriban tal filosofia, pero no es la única razón por la que me parece que la comparación con Italia es absurda, si no estúpida. Los escándalos italianos no han estallado en medio de una terrible catástrofe económica que ha llevado a una caída vertiginosa del nivel de vida de la población. En Rusia, la producción cae en picado, la inflación galopa, la moneda nacional no deja de depreciarse y el resto de los indicadores económicos son igualmente alarmantes. El mes pasado, el Gobierno estableció, finalmente, que, para sobrevivir, un ruso tiene necesidad de 16.000 rublos mensuales (19.000 según la oposición). Según sus propios cálculos, más del 33% dé los ciudadanos -es decir, más de 50 millones de personas- no dispone de ese ingreso mínimo. Un empobrecimiento tan masivo y tan rápido no es imaginable en Italia, y, además, seguramente no se aceptaría con tanta pasividad. Hace unos días, Vitafl Tetriakov, uno de los escasos periodistas moscovitas que no traba a a las órdenes de nadie, comenzó su editorial diciendo: "Para todo el mundo es evidente la agonía del actual sistema político".

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¿Cómo sustituirlo y por qué? Los optimistas dicen que en el país está empezando a desarrollarse una vida asociativa y que ese fenómeno permite una cierta esperanza. La vida social tampoco está quieta: los mineros, que desde 1989 contribuyeron a la caída de Gorbachov, se dirigen ahora a Yeltsin prometiéndole un otoño caliente. Pero todos estos movimientos necesitan tiempo para desarrollarse, meses si no anos, mientras que la agonía ya ha comenzado y el país se muere literalmente en el plano político. Desde hace al menos cinco años en Rusia existe libertad de expresión, pero los partidos políticos, en nuestra acepción del término, no llegan a cuajar, no despegan. Ni siquiera la dureza de la actual batalla política se traduce en una mínima cohesión interna de cada bando. Borís Yeltsin no deja de anunciar periódicamente, desde el 28 de octubre de 1991, que va a fundar su propio partido, pero no son más que palabras al viento. Sus antiguos socios, Popov, Gaidar, Búrbulis, han organizado algo parecido a partidos, pero con el único fin de satisfacer sus ambiciones personales y disputarse el liderazgo para el después de Yeltsin. En el bando opuesto, Ruslán Jasbulátov acepta los sufragios de todos los diputados de la oposición, pero no se identifica ni con los patriotas rusos ni con los neocomunistas, divididos a su vez en una docena de minipartidos. El duelo entre los dos líderes antigolpistas de agosto de 1991 tiene algo de patético, pues son dos hombres solitarios en medio de un país prácticamente atomizado. No se ven fuerzas o personalidades capaces de proponer algo diferente o, por lo menos, de servir de mediadores entre los dos duelistas.

"¿No echa usted de menos, Borís Nikolaiévich, los tiempos en los que un kilo de salchichón costaba dos rublos y no 25.000 como hoy?", preguntó a Borís Yeltsin un periodista amigo. "Claro que lo echo de menos", respondió el presidente antes de añadir: "Pero en esa época tampoco se podía ganar mucho dinero". Este breve diálogo no explica toda la filosofia del nuevo poder ruso, pero hace pensar sobre el origen de su fracaso. Porque, si bien es cierto que los demócratas han reclutado una enorme cantidad de gente para puestos fantasmas, ha sido para encontrar la manera de ganar mucho dinero. Esta nueva riqueza, pensaban, iría poco a poco reflejándose en el conjunto de la sociedad. No es casualidad que Margaret Thatcher siga siendo hoy su maestro. Pero tanto en la doctrina del capitalismo naciente como, después, en la de Adam Smith y la escuela de Manchester, al decir "ganar dinero" se sobreentendía "produciendo". En Rusia, el enriquecimiento viene sólo de la venta de la herencia de la ex URSS, muy criticable pero lo suficientemente vasta como para: satisfacer el apetito de unas nuevas clases de propietarios, surgida de la nada, cuya única preocupación es la de velar sobre su propia seguridad. Y es por eso por lo que reacciona con extrema energía contra todo intento, incluso modesto, de limitar el poder absoluto del dinero, y afirma que llegará a convertirse en un "capitalismo con rostro socialista".

"Los rusos no tienen sentido de la responsabilidad, del Estado, de la sociedad", se dice cada vez más en Occidente, donde la inestabilidad política de ese país da miedo y se teme una explosión social. Pero esas generalizaciones, basadas en una interpretación muy discutible del pasado, no son nada convincentes. En los otros países poscomunistas se asiste a buen número de fenómenos negativos comparables a los de Rusia sin que nadie cuestione su especificidad nacional. Incluso la absorción de la ex RDA por la rica República Federal de Alemania se salda con un hundimiento en la anarquía. Y ello es debido a que la política elegida en el Este tras la caída del muro de Berlín no es rentable, pero ése es un tema para un debate más amplio. Contentémonos, en este aniversario del golpe de agosto de 1991, con constatar que la nueva clase en el poder en Rusia no ha demostrado efectivamente, tener sentido del Estado y de la responsabilidad y que el país está pagándolo caro.

es especialista en cuestiones del Este de Europa.

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